miércoles, mayo 28, 2008

VERSIONES IX

A Yessica le agrada trabajar en la Oficina de Prensa de la Presidencia, aunque sabe que a Héctor la sola idea le disgusta. Ese pensamiento le alegra, siempre sonríe cuando se sorprende pensando en aquel necio que conoció en sus años de estudiante.
Fueron y son un grupo extraño e inesperado, unidos por una amistad que casi cualquiera juzgaría imposible entre personas tan diversas. Ella, niña de escuelas privadas y con una visión por demás reducida del mundo; él, siempre discordante, la voz necia, el desarreglado; Cinthya, con su vivencia en una unidad habitacional, hija de la educación pública; Elena, la de todas las oportunidades y todas las puertas abiertas, quien parecía sólo necesitar el desear algo para obtenerlo y Beatriz, la de la madurez prematura y los ojos puestos en el presente. A este grupo lo completa, por supuesto, una ausencia que estos párrafos ya han sugerido sin nombrarla.
Fueron y son un grupo inesperado; individuos cuyas circunstancias particulares llevaron, por caminos diversos, a converger entre cuatro paredes y a sólo unas sillas de distancia. Si se les preguntara, es probable que ninguno de ellos podría dar una explicación razonable sobre el por qué y el cómo llegaron a ser amigos. Es probable, de hecho, que eso no importe; porque amigos fueron y, con sus grados personales, siguen siéndolo.

A Yess, queda escrito, le gusta su trabajo en la Oficina de Prensa de la Presidencia, aun si, cuando estudiaba Publicidad en la UNAM, jamás se hubiera imaginado terminar entre estas paredes. El trabajo sería más adecuado para Héctor o para su eterna obsesión, incluso Elena sería perfecta para este escritorio, pero no ella.
Aún así, Yessica es feliz en este trabajo.
Mira la foto que está sobre su escritorio; las cinco, cuando jóvenes, miran sonrientes hacia la lente. Es curioso, en realidad existen pocas imágenes de todo el grupo, siempre alguien estaba ausente o, simplemente, era necesario que alguno, la mayoría de las veces Héctor, manejara la cámara.
Es curioso, últimamente no ha pensado mucho en este grupo. No es que les extrañe, a casi todas las ve constantemente, aunque no tan seguido como quisiera y casi nunca a más de una o dos a la vez. Héctor es, tal vez, la mayor ausencia, siempre metido en sus asuntos, siempre sin tiempo.
Es curioso, últimamente no ha pensado mucho en este grupo, pero hoy le ha dado por recordarlo, sobre todo en hacer memoria de cómo eran en los primeros años.
El teléfono la saca de sus pensamientos.

Cinthya saluda al sol del amanecer con una mentada de madre. De nuevo talla sus ojos y trata de ver lo que ha escrito en la últimas tres horas; dos tristes párrafos llenos de incorrecciones de sintaxis. Apaga la computadora sin guardar y ve a su Gustavo dormir el sueño de los justos.
Acaricia la frente de su pareja y sale del dormitorio; en otro cuarto el niño siente el caminar de su madre por los pasillos y decide hacerle saber de su hambre, suciedad y hastío, es decir; suelta un berrido que se escucha hasta la calle, cinco pisos abajo.
Cargando al niño Cinthya prepara el biberón y le da de comer; arregla el desorden de la sala, provocado por un inesperado arranque de pasión marital la noche anterior; lava dos platos para el desayuno y encuentra los pañales.
Mira su mano izquierda y reconoce la sortija marital.
Si le hubieran preguntado cuando estudiaba, es posible que el suyo no figurara en la lista de nombres de quiénes se casarían después de la universidad. De estarlo, se inscribiría en el lugar justo debajo de Héctor, muy atrás de todas sus amigas.
Es curioso, años después, es ella la única que ha logrado una relación duradera.

El teléfono la sacó de sus pensamientos; su editor quería saber sobre su columna, era hoy la fecha de cierre de edición y ni ella ni Héctor parecían preocupados por entregar su respectivas colaboraciones.
Se disculpó como quien reconoce su culpa y prometió entregar su texto a primera hora de la tarde; sólo hacía falta cotejar algunos datos, mintió.
Cuando Héctor la invitó al experimento de una nueva revista de análisis, no se imaginó que haría de ello su forma de vida. Desde entonces ha publicado, de forma interrumpida, su visión del mundo todas las semanas, aunque, todo hay que reconocerlo, algunas opiniones expresadas ahí ya no puedan ser compartidas ni por ella misma.
Despertó a Gustavo, recordándole su horario de trabajo. Desayunaron juntos y acostó al niño. Se sentó frente a la computadora, decidida a terminar con el trabajo.
Entonces sonó el teléfono.

Cierra la hoja de cálculo que tan detalladamente destroza el futuro de su empresa y maldice por lo bajo. Recorre con mirada cansada las cuatro paredes de su oficina, llenas de diplomas, placas conmemorativas y premios. Piensa de nuevo en el absurdo de una carrera, tan llena de reconocimientos, que la acerca tan rápido a la bancarrota.
Entre los diplomas resalta un dibujo viejo, en él figuran las caricaturas de sus mejores amigos de juventud. Elena sonríe para sí, en aquellos años todo parecía mejor y más sencillo.
Siempre fue fácil para ella, la vida parecía más que dispuesta a abrirle todas las puertas; obtuvo becas y oportunidades a manos llenas. Incluso, al término de su carrera, hubo de elegir entre un jugoso salario en una consultoría y varias ofertas de becas para hacer la maestría.
Eligió la agencia, sobra decirlo, y pocas veces se ha arrepentido de su decisión, hoy es una de ellas.

Regresa a los números rojos que surgen en cada una de sus transacciones. Ni siquiera sus más grandes clientes, oficinas gubernamentales locales y federales, podrían salvarla de una futura temporada, en el mejor de los casos, verdaderamente apretada.
Enciende un cigarrillo mientras, distraídamente, vuelve al dibujo que adorna su pared. Reconoce los trazos de Héctor y sonríe; cuando jóvenes podía criticar gustosamente la afición de Héctor por el tabaco, hace tres años comprendió por fin esa necesidad que hacía a su amigo alejarse de ellas de vez en vez, para poder fumar y no molestarlas.
Sobre todo, vuelve a sonreír Elena, para no molestar a quien parecía ejercer gobierno sobre los días de Héctor, sin estar nunca en realidad junto a él.

Hacia mucho que no pensaba en su antiguo grupo; de todas ellas, sólo a Yessica ha continuado viéndola con alguna regularidad, y es casi sólo a través de ella que tiene noticias de las otras.
A Héctor lo ha visto algunas veces, casi siempre por iniciativa de él y casi siempre por asunto perfectamente banales. Ahora que lo piensa, no sabe casi nada del presente de su amigo, a lo mucho que escribe en alguna revista y da clases, aunque no pueda decir ni en qué revista ni de qué materia.
Pérdida en sus pensamiento Elena ha logrado olvidarse, aunque sea por un momento, de las decisiones que deberá verse obligada a tomar.
El teléfono la saca de sus pensamientos.

Mira las placas y, de nuevo, no le gustan nada: una semana de trabajo en la playa, casi 500 exposiciones de más de 20 modelos y no hay una sola fotografía mínimamente rescatable. Beatriz se soba la base de la nariz con los dedos índice y pulgar, un gesto que aprendió de Héctor hace muchos años y maldice, como es costumbre, su trabajo.
Nunca esperó esto; el trabajar para una agencia de modelaje, el sólo tomar fotografías intrascendentes para hacer lucir bien a personas irreales. Cada que mira la cámara ve cadenas.
Todo era tan distinto en la universidad, rodeada de sus amigas, de sus entrañables amigas y de Héctor. Entonces parecía que el mundo era muy otro, juntos podían planear un futuro distinto.
Pero la traicionaron, cada una hizo su vida por su cuenta y se alejaron de ella; dejándola con su cámara y sus proyectos inconclusos.
Ahora las ve poco. Incluso Héctor es más ausencia que amistad; enclaustrado en su mundo de relaciones conflictivas y letras, refugiado en las paredes de la escuela que ella no visita o metido hasta las narices en las marañas sociales de este país, su antiguo amigo parece una fotografía que la humedad ha borrado.
No es que no lo vea, de hecho; es él a quien más frecuenta, se ven al menos una o dos veces al mes y hablan de sus respectivas vidas. Siempre es él quien dice envidiarle y es sincero, ¿cómo no envidiar los constantes viajes y la total ausencia de preocupaciones económicas?

Beatriz maldice para sus adentros, ojalá fueran las preocupaciones económicas lo que a su vida da problemas. No es eso, es sobre todo ese sentir que no hace lo que debería, ese sentimiento de estar encerrada en la seguridad.
Maldice y da un trago al caballito de tequila que le acompaña siempre que revela su trabajo. Elige cinco fotografías de cada una de las chicas y piensa, de nuevo, en el absurdo de modelar trajes de noche en escenarios de playa diurnos.
Algún día, se dice, la cámara dejará de ser cadena y el mirar a través de ella volverá a tener sentido.
El teléfono la saca de sus pensamientos.

Falta un personaje por convocarse y lo será, pero no en estos párrafos. Llega el tiempo para que estas líneas presenten a la ultima ausencia y la nombren por fin.

P.D. que dedica este capítulo...
No me leen, hace siglos que no las veo, pero este capítulo está dedicado, obviamente, al gremio... por lo que ellas saben.

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miércoles, mayo 21, 2008

DULCE NIÑA 00

TIERNA BRUJA
Mario Stalin Rodríguez

Escribo esto porque el deseo me duele. No me malinterpretes, es el deseo el que me duele, así de mal como se escucha; es la verdad.
No me duele el no hablarte de largas noches de desvelo, no me duele el no contemplar tus ojos, no me duelen las manos de no tocarte, no me duelen los labios que ansían besarte, no me duele el corazón que no sabe ya querer; es el deseo el que me duele.
Es este pensar en ti, pensar en tus manos, en tus labios, en tus ojos. Es este desear mirarte, desear escucharte, desear el verme reflejado en tu mirada de un poco niña, de un poco no sé qué. Es este deseo el que me duele.
Es este deseo el que me desvela, son los sueños de escenas no ocurridas, el recuerdo de un toque que no se dio, el recuerdo de platicas confusas, es el maldito deseo el que me duele.
Pero es el deseo, nada más, tan mal como se escucha; es el deseo y nada más. Intento ponerlo en palabras, pero no son las palabras las que atormentan. Intento evocar imágenes, pero no son las imágenes las que torturan.
Y tal vez no es el deseo el que me duele, tal vez son las razones que en contra del deseo esgrimo como triste defensa; son las verdades universalmente aceptadas que tan de pronto no me parecen tan verdades ni tan aceptables. Tal vez son los argumentos que en circunstancias tan parecidas y ajenas enarbole cual bandera libertadora, los argumentos que tan de pronto no me parecen enarbolables ni banderas honorables.
Pero doy vueltas; es el deseo el que me duele; es ese deseo de saber si tus labios saben como en los sueños que te evocan, el deseo sentir el calor de tu cuerpo que mi tacto solo recuerda, el deseo de que no existan argumentos, razones ni verdades que atropellen mi deseo, el deseo de que no haya que pensar en un después, sino simplemente tomarte entre mis manos que desean tocarte y besarte con los labios que desean besarte.
Pero tal vez tu deseo no conjuga con el mío y entonces mi deseo me duele, porque no es parte de él el hacerte daño aunque no me importe el después, porque no es parte de él el actuar contra ti, por que no es parte de él el que tu no lo desees.
Y así, el deseo me duele, tanto; que a veces hasta me dueles.

P.D. que hace autobombo Pues nada, que me han vuelto a premiar (bueno, mejor dicho; me han vuelto a dar una pequeña parte de un premio compartido... pero ustedes me entienden), de nuevo fue Nosotras Mismas y de nuevo fue un bonito zapato de tacón (lo que son las cosas; ya tengo el par)... Será que me sabe alguna perversión que yo mismo desconozco, porque lo que es a mi, los tacones me sientan fatal. De cualquier forma, pasa a formar parte de mi pequeño pero honroso muro de los trofeos y que se sepa que lo agradezco infinitamente.

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martes, mayo 13, 2008

VERSIONES VIII

Dalí sabrá disculpar (espero) el uso de su pintura

Nada de esto debería ser extraño para Diana; con el tiempo que lleva de conocer a Héctor, podría hacer una lista extensa de sus defectos. En ella, sus inesperadas ausencias ocuparían, tal vez, uno de los lugares de menor importancia.
El vergonzante profesor y la investigadora del Colegio de México se conocían, podría decirse, desde siempre. Desde mucho antes de que periodista citadino lo fuera y ella considerara dedicar su vida a estudiar la sociedad. Antes incluso de las ausencias y memorias que ahora los conforman; estaba ella y estaba él.
Nunca fueron los grandes amigos, sólo conocidos recurrentes. Nunca fueron cercanos, sólo presencias recurrentes. Podían pasar largos periodos sin verse, incluso años y, en el transcurso, ninguno se acordaba del otro más que como anécdota. Sin embargo, sus caminos parecían destinados a cruzarse de vez en cuando.
Se encontraban en los lugares de trabajo, en los mismos grupos políticos, en la misma escuela estudiando carreras distintas, compartiendo amistades sin saberlo. Siempre, cuando se encontraban disfrutaban de la presencia del otro, de contarse sus logros y fracasos, sus mutuos y propios miedos, de consolarse mutuamente y reírse de sí mismos y de los otros.
Hasta que las propias vidas volvían a separarlos, prometiéndose mutuamente no estar tan alejados, mantener el contacto y la cercanía. Algunas veces mantenían la promesa a través del teléfono por poco tiempo, otras, las más, simplemente volvían a sus rutinas y se acordaban del otro acaso como anécdota.
Algunas veces ella se encontraba, sorprendida, con su nombre escrito en algún lado y, mientras lo leía, se permitía una sonrisa al recordarlo. Algunas veces, por mutuos conocidos, él se enteraba que ella estaba lejos, en tierras extranjeras y era feliz. Mientras escuchaba sin demasiada atención, se permitía una sonrisa al recordarla.
Fueron una historia de distancias, de encuentros fugaces. Conocidos y extraños siempre. Sólo hasta poco es que volvieron a encontrarse y a conocerse... Sólo hasta muy poco es que se descubrieron.

Que no haya error posible, sólo las circunstancias, no el deseo o la mutua ternura, los acercaron.
Incluso entonces, hace tan poco, las ausencias de Héctor no eran frecuentes, pero tampoco extrañas. De vez en vez desaparecía por días y reaparecía como si nada hubiera pasado. A veces su única señal de existencia era un correo desde algún punto remoto, hablándole sobre paisajes extraños.
Otras veces la ausencia terminaba con una llamada telefónica, casi siempre invitándola a salir, casi siempre en el peor de los momentos, casi siempre cuando ella no podía.
Hace un año, cuando finalmente la convivencia dio paso a la mutua ternura, las ausencias de Héctor cesaron. De pronto ya no desapareció y estuvo ahí para ella, nunca más lejos que un número telefónico.
Sólo dos veces más se ausentó, pero éstas fueron explicadas en su momento. La primera fue en Marzo, cuando el aniversario de la muerte de María, una fecha que Héctor decidió hace mucho tiempo celebrar solo. La segunda fue hace poco más de cinco meses, antes de empezar a vivir juntos.
Entonces él se explicó diciéndole que, de pronto, el miedo lo invadió. Escapó para poder pensar y saber, sino a ciencia cierta, al menos con algo de certeza, si deseaba compartir no ya tardes y noches con ella, sino sus días todos.
Esas fueron las últimas ausencias de Héctor, hasta esta noche.

Diana ve llegar la medianoche sentada en la sala. Apaga la televisión y suspira, observa por enésima vez el teléfono y se preocupa sólo un poco más. Todo sería más fácil si Héctor fuera mínimamente compatible con los celulares; sólo hasta hace tres meses aceptó cargar con el que ella le regaló en su cumpleaños, y hasta hoy no ha logrado enseñarle a traerlo encendido y con la pila cargada.
Todo sería más fácil si las dudas se solucionaran con marcar unos cuantos números, incluso el saberlo en otro lugar y otra compañía sería preferible a esta espera llena de dudas. Contra otra persona sabría cómo reaccionar, pero no contra todas estas posibilidades.
Incluso se sorprende a si misma imaginando los nombres de con quiénes podría él estar: alguna compañera de trabajo en la revista, aquella reportera que encuentra en muchos eventos y saluda efusivamente, alguna de sus más antiguas amigas, alguna profesora o trabajadora de la universidad, alguna de sus estudiantes o aquella, de nombre incierto, en quien bien sabe Héctor piensa algunas noches, cuando la cree dormida.
Por supuesto, estos pensamiento no duran mucho y son, sorprendentemente, tranquilizadores. Las otras posibilidades son las que le aterran, pero también las más reales. No habría jamás accedido a vivir con él si no estuviera mínimamente segura de su sinceridad; sabe, con bastante certeza, que no la traicionaría. Llegado el caso, hablaría con ella y le daría sus razones; despidiéndose con la verdad.
Diana mira el reloj del dormitorio y suspira; lleva más de dos horas sumida en un sueño intranquilo, nunca completo. Cierra los ojos por enésima vez y sueña con abismos.

Héctor vuelve a leer cada uno de los documentos que el sobre del fantasma contenía. Recortes de prensa; apuntes rápidos en algunas hojas de cuaderno; documentos oficiales, incluso algunos de la organización defensora de Derechos Humanos para la cual trabajaba Miriam y, sobre todo, informes de inteligencia sobre las actividades de la abogada.
Da un sorbo a su centésima taza de café y lee algunos fragmentos al azar de los informes.
-Te siguieron desde mucho tiempo antes -le dice al retrato de la víctima-; conocían todas tus actividades y aún así; nunca pudieron entenderte. Si me preguntas, creo que por eso te mataron; no son buenos para manejar lo que no entienden.
Se desploma de nuevo sobre el sillón, pero cae mal; incrustándose el celular, colgado del cinturón, en el riñón izquierdo. Sólo entonces recuerda la presencia del aparato intruso.
Lo ve con desconfianza. Está apagado, tal cual lo dejó después de hablar con su ayudante en la tarde; hace varios litros de café. Lo enciende y sólo entonces se da cuenta de la hora; las tres de la madrugada, demasiado tarde para llamar a casa y justificar su ausencia.
El aparato le recrimina varias llamadas perdidas y diez mensajes de voz esperándolo en el buzón. Sólo cinco son de Diana, con algunas horas de diferencia: el primero era para preguntar si llegaría a comer, el segundo para saber si podía llevar algunas cosas para la cena, el tercero le preguntaba sobre su paradero, el cuarto y el quinto únicamente decían que estaba preocupada.
Los otros mensajes no tenían demasiada importancia: uno era de la secretaría del Coordinador de la carrera, para avisarle de una conferencia en el auditorio de la facultad, para dentro de tres días; había dos del editor de la revista, recordándole que la fecha de entrega se vencía mañana y no tenía aún el texto de su columna; el cuarto era un número equivocado, una mujer, probablemente adolescente, disculpándose con su novio por una ofensa imaginaria. El último era el anuncio de una promoción de la compañía de telefonía celular.
Héctor miró de nuevo la hora en la brillante pantalla del aparato y cerró los ojos.

Se ve a sí mismo siempre de espaldas, caminando herido, solitario. Siempre de espaldas, va dejando a su paso esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa sobre sus pasos y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos, lo sacude con ternura, lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en los bolsillos...
De pronto, una música indefinida pero conocida, extraña y familiar; sus risas, las de ellas, las que son ausencia. No tiene punto fijo ni origen definido, ocupa todo el paisaje y es, sin embargo, lejana, como el amanecer por venir.
Siempre de espaldas, se ve a sí mismo buscando, hasta que la ve; es una y son ellas, un solo rostro para los nombres de la ausencia. Un solo cuerpo, ausente, ajeno, a la distancia. Se acerca y, conforme la distancia disminuye, va apreciando los reflejos de luz en su cabello; el aroma de sus cuerpos, cuando yacían sonrientes, cansadas, desnudas a su lado; el sabor de sus labios y, sobre todo, el de sus mares, los que fueron tempestad entre la marea de sus sábanas.
Se acerca y, conforme la distancia disminuye, las esperanzas cobijadas de necedad en su bolsillos, se animan y cantan en una Babel arrítmica, pero feliz.
Se acerca y ella voltea, lo ven con sus profundos ojos de Elena sobre Troya; abismos por los cuales se pierden imperios. Lo miran y sonríen, son sus labios las trompetas de Gabriel, las que derrumban las murallas de Jericó. Lo miran, sonríen, abren los brazos y ofrecen el espectáculo de su pecho, de su bosque espeso. Se acerca y, cuando se encuentra la distancia en que puede estrecharlas entre sus brazos, ella... Ellas se desvanecen.
Siempre de espaldas, se mira a sí mismo vacío, sólo cáscara. Aquello que le llenaba se escapa por la nueva herida. Suspira y se incorpora, empieza a caminar de nuevo, a su paso va dejando esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos; lo sacude con ternura, lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en sus bolsillos... En el sueño, como en la vigilia, no sabe caminar sin esperanzas.
A lo lejos, sin punto fijo ni origen definido, suena la música de su risa; la de ella, la esperanza, la que es única y, al mismo tiempo, todas las risas que ha amado y lo definen.

Héctor abrió los ojos y palpó el sudor en su rostro. Miró el celular que aún sostenía en su mano; sólo habían pasado quince minutos.
Mientras olvidaba las imágenes del sueño se repetía que tantos litros de café le provocarían insomnio. Recogió los papeles y las fotos de la mesa de centro; reacomodó los cojines de la sala de la justa manera en que los encontrara a su entrada. Apagó las luces, echó las tres cerraduras y salió del edificio.
Todavía condujo sin rumbo fijo por poco más de una hora, en lo que pensaba los pasos a seguir, antes de enfilar el automóvil hacia la casa que comparte con Diana.

No lo escuchó llegar ni preparar el desayuno. Tampoco notó cuando puso la mesa y sirvió los hotcakes recién hechos. Sumida en sueños intranquilos, Diana no se dio cuenta de la presencia de Héctor sino hasta mucho después.
Se despertó y le sorprendió el olor a harina y miel; salió sin bata del dormitorio en dirección a una ducha que prometía retirar las imágenes de una noche de angustia, sólo entonces le vio sentado en la sala.
Desalineado, como quien pasa una noche intranquila e insomne; con la misma ropa con la que saliera el día anterior; con la barba crecida; le acercaba un sobre amarillo y arrugado.
-Si hemos de seguir juntos -le dijo-, lo correcto es que sepas en lo qué me estoy metiendo.


P.D. que hace las maletas
Para cuando lean estas líneas me encontraré en Leon (Guanajuato, México) impartiendo un taller... Esta entrada queda guardada a la espera de poder publicarla el Miércoles por la tarde o el Jueves muy temprano... Cuídenme el changarro y no me rompan nada, por favor.

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miércoles, mayo 07, 2008

LOS AÑOS Y EL DESEO

sobre los días y las sombras
Mario Stalin Rodríguez

Le sucede a veces, cuando la noche se torna madrugada y él permanece. Le sucede a veces, no siempre, sólo a veces; cuando en las estrellas ve los lunares de su pecho ausente. Le sucede a veces, no siempre, sólo casi todos los días.
Camina por las calles de sol y en su luz sólo ve sombras. Convive, ríe, quiere y, de cuando en cuando, es querido. Y en las luces que lo acompañan, sólo ve sombras.
Es en las noches, queda escrito, cuando la oscuridad domina y puede ver las estrellas, sólo entonces ve luz. Cierra los ojos, imagina a sonrisa ausente, el reflejo del sol en el cabello de quien está lejos. Abre los ojos, recuerda la risa de la distante Elena, mira las estrellas y aprecia en ellas los lunares del pecho ausente... Sólo entonces ve luz.
Le sucede a veces, no siempre.

Porque en otros días sale a las calles de grises nubes y adivina el amanecer por venir. En otros días convive, ríe, quiere y, si tiene suerte, es querido y en las nuevas músicas ve promesas y no recuerdos.
Sin embargo, en el fondo, en los años que su experiencia, en la suma de aquello que es él; las sombras permanecen... Porque le sucede a veces, no siempre, sólo todos los días a todas horas; el deseo permanece.

Recuerda sus aromas ahora distante; a frutas cuando salía de la ducha, a cansancio cuando la veía después de un día agotador... Y ese aroma asido y dulce, cuando yacía semidormida, sudada y desnuda a su lado.
No es que la recuerde porque la desea... Tampoco la desea porque la recuerda. La desea y en el deseo está e recuerdo... La recuerda y en el recuerdo está el deseo.
Le sucede a veces, no siempre.

Porque en otros días mira bailar la música presente y la desea con un deseo distinto. Un deseo en el que está la promesa... Y en la promesa está el deseo.
Y así camina sus días, sus semanas, sus meses; sus años. Entre el recuerdo y la promesa; entre el deseo y el deseo. Así camina sus días, coherente y cambiante; fiel a sí mismo.

Quinta Uva... REGRESA NADIA

P.D. que presume
Además de los premios que ya presumí la semana pasada, en estos siete días recibí dos buenos regalos, a saber:
Una rosa de Driada
Un dibujo del Kanif
que junto a los otrso están, a partir de hoy, bajo la barra de links en la parte que dice "Lo que la gente me va dando"... Y muchas gracias Juanjo, Gata y Zafferano, pero al final he decidido que incluir más imágenes en la barra lateral va un poco en contra de la estética un tanto minimalista de este blog... Pero muchas, muchas gracias.

P.D. que actualiza
Y justo en la barra de links se agrega (porque se lo merece) a Driada de
Porque siempre es bueno poner una flor, una cactasea o incluso una hierba en nuestra vida
Y se suprime, con mucho pesar, a Don fer de Anhelo por el Ideal... Bueno, porque lleva más de un mes sin actualizar... Como siempre en casos como éste, en cuanto vuelva a escribir, lo vuelvo a poner.

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jueves, mayo 01, 2008

VERSIONES VII

A Miriam le asustan las calles sólo un poco menos de lo que le aterroriza el estar encerrada en su refugio temporal. Aquí también los fantasmas la persiguen y acechan en cada rincón, sí, pero al menos hay siempre una dirección hacia la cual correr. No como en el cuarto de paredes desnudas que ocupa desde hace dos semanas.
-Es una ratonera -Les dijo cuando la llevaron-; estoy expuesta por todos lados y, si llegan, no hay a donde correr.
Era falso, lo sabía; como refugio poco había que objetarle. Pero Miriam sabía también que ninguna medida de seguridad detendría a los fantasmas una vez que la encontraran.
Ni su tumba resultó refugio seguro; hace tiempo que los fantasmas sabían que en realidad estaba vacía.

Doña Flor, si acaso es tal su nombre, no debería permitirse estos lujos; el modesto local de comida casera, ubicado cerca de algún mercado de alguna colonia popular de esta ciudad (¿de qué serviría nombrarlo? oculto ha estado y oculto permanecerá), apenas da para mal pagar a sus tres empleadas y para medio vivir ella y su familia.
Doña Flor, que otro nombre lleva en casa, no debería permitirse estos lujos, sin embargo; el local no es abierto sino hasta después del medio día, aunque ella llega a las 07:00 en punto de la mañana para empezar a cocinar.
Las horas que Doña Flor, que sólo así la conocen sus clientes frecuentes, pasa en su local antes de abrirlo al público están destinadas a una única cliente; muerta hace ya dos años.

Los fantasmas del Poder poco saben de esta cocina de barriada, en ella solía comer la víctima cuando se encontraba en la ciudad, sin importar qué tan lejos quedaran sus compromisos previos o posteriores; casi siempre encontraba una forma de hacer camino rápido hasta los olores de la comida casi artesanalmente preparada.
Durante algún tiempo esta fachada descolorida fue objetivo frecuente de los ojos de los fantasmas en su constante vigilar a Miriam; después de su muerte, perdieron todo interés.
Como una forma de luto, la dueña decidió dejar de servir desayunos, comida preferida de la difunta; abriendo, a partir de entonces, hasta después del medio día. Como forma de luto, también, la dueña se sentaba todas las mañanas en el desierto local, a llorar sus tristezas.
No importaban mucho estos datos y a penas figuraban en algún reporte olvidado de los fantasmas, inmediato a la muerte de la abogada. No importaban mucho estos datos, porque otras formas de luto por la antigua monja habían surgido; algunas de ellas aún más extrañas y también sin importancia.

A una cuadra del local Miriam detiene su paso y se repite, como todas las mañanas, que es esto una tontería; una forma por demás absurda de arriesgar el complicado plan de protección ideado para ella después de su muerte.
Suspira para sí y, como todas las mañanas, está tentada a irse. Entonces ve la puertita de la cortina metálica abrirse y una mano que le indica que el ambiente está limpio de miradas indiscretas. Miriam suspira de nuevo y reanuda su caminar.
Es una trasgresión a las mínimas reglas de seguridad, pero diariamente sale del refugio temporal y encuentra una manera, siempre distinta, de llegar a la cocina popular para cumplir con el ritual de hace tantos años.

La mañana se va entre recuerdos de otros tiempos y noticias nuevas sobre los parroquianos habituales. Miriam escucha todo con atención, los relatos de las vidas de otros le hacen su muerte menos pesada.

Sebastián no tiene nombre, es el muchacho de los periódicos, aunque hace años haya dejado atrás los días en que su edad correspondía a tal apelativo.
Empezó siendo un trabajo temporal para juntar algo de dinero en las vacaciones. A los 18 años, el ganar $50.00 diarios, vendiendo periódicos y revistas en las mañanas del verano no era mala idea.
Empezó siendo un trabajo temporal, pero poco a poco, sin darse cuenta, se quedó en aquella esquina, instalado en el puesto de lámina metálica. Poco a poco dejo de ver a sus amigos de la escuela, poco a poco abandono su nombre.
De ello hace ya quince años.

Sebastián estimaba a Miriam, esa curiosa mujer que diariamente compraba seis periódicos distintos y se quedaba un rato a comentar con él las primeras planas, de hecho; por ella empezó a leer los diarios que vendía.
Cuando por ellos se enteró de su muerte la tristeza le invadió; se alejó del puesto por unos días, hasta que la necesidad le obligo a volver. Desde entonces un moño negro adorna su fachada.
Las mañanas perecían largas y grises sin la antigua monja, sin el comentar las diarias noticias. Así eran los días todos, hasta que un día vio caminar a su fantasma hacia él.
En un principio se asustó y creyó que sus ojos le engañaban. Atribuyó todo a una alucinación de la tristeza; hasta que el fantasma le saludo y explicó todo.

Miriam disfruta estos pequeños rituales, estas ilusiones de vida en su muerte; por ello abandona el refugio diariamente, por ello desayuna con Doña Flor y por ello llega, siempre por distintos caminos, hasta el puesto de metal y platica con el muchacho de los periódicos.
Incluso sus discretos guardianes han aprendido a respetar estos caprichos. De principio se negaban a dejarla abandonar los refugios y todo lo posible hacían por impedírselo. Pero Miriam no era prisionera.
Organizaron la mejor manera de protegerla en sus salidas; implementando rutas variables, siempre por transporte público, porque un auto particular habría podido ser detectado por los posibles perseguidores.
Desde lejos, siempre desde lejos, los discretos protectores acompañan a la difunta abogada a sus desayunos y a sus pláticas callejeras. Desde lejos, siempre desde lejos, se aseguran de que vuelva al refugio temporal, donde le procuran todas las comodidades posibles, tratando de no hacerse notar.

Miriam arroja los periódicos sobre el montón que ya cubre buena parte del piso del refugio temporal. Su atención no se detiene mucho en ellos y vuelve su vista hacia la ventana, para asegurarse de que los fantasmas no entrarán por ella. Como siempre, muestra sólo el contaminado cielo de la ciudad; no se adivina ni la sombra de sus discretos protectores, ni la de los asesinos.

P.D. que acusa de recibido
Pues eso, que al son de unos tacones muy femeninos ellos me han dado la 43ª parte de un premio, para más específicos, éste:
Y desde el caos que anida en esta vida me han dado otro, éste otro:
Y yo es que no sé muy bien cómo corresponder, en primera porque no se muy bien cómo hacer eso de poner imágenes en la barra de al lado, en cuanto lo sepa los colocaré con gusto y honra... En vía de mientras, gracias y gata, pasa usted a engrozar las filas de los enlaces de este blog.

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