VERSIONES VIII
Nada de esto debería ser extraño para Diana; con el tiempo que lleva de conocer a Héctor, podría hacer una lista extensa de sus defectos. En ella, sus inesperadas ausencias ocuparían, tal vez, uno de los lugares de menor importancia.
El vergonzante profesor y la investigadora del Colegio de México se conocían, podría decirse, desde siempre. Desde mucho antes de que periodista citadino lo fuera y ella considerara dedicar su vida a estudiar la sociedad. Antes incluso de las ausencias y memorias que ahora los conforman; estaba ella y estaba él.
Nunca fueron los grandes amigos, sólo conocidos recurrentes. Nunca fueron cercanos, sólo presencias recurrentes. Podían pasar largos periodos sin verse, incluso años y, en el transcurso, ninguno se acordaba del otro más que como anécdota. Sin embargo, sus caminos parecían destinados a cruzarse de vez en cuando.
Se encontraban en los lugares de trabajo, en los mismos grupos políticos, en la misma escuela estudiando carreras distintas, compartiendo amistades sin saberlo. Siempre, cuando se encontraban disfrutaban de la presencia del otro, de contarse sus logros y fracasos, sus mutuos y propios miedos, de consolarse mutuamente y reírse de sí mismos y de los otros.
Hasta que las propias vidas volvían a separarlos, prometiéndose mutuamente no estar tan alejados, mantener el contacto y la cercanía. Algunas veces mantenían la promesa a través del teléfono por poco tiempo, otras, las más, simplemente volvían a sus rutinas y se acordaban del otro acaso como anécdota.
Algunas veces ella se encontraba, sorprendida, con su nombre escrito en algún lado y, mientras lo leía, se permitía una sonrisa al recordarlo. Algunas veces, por mutuos conocidos, él se enteraba que ella estaba lejos, en tierras extranjeras y era feliz. Mientras escuchaba sin demasiada atención, se permitía una sonrisa al recordarla.
Fueron una historia de distancias, de encuentros fugaces. Conocidos y extraños siempre. Sólo hasta poco es que volvieron a encontrarse y a conocerse... Sólo hasta muy poco es que se descubrieron.
Que no haya error posible, sólo las circunstancias, no el deseo o la mutua ternura, los acercaron.
Incluso entonces, hace tan poco, las ausencias de Héctor no eran frecuentes, pero tampoco extrañas. De vez en vez desaparecía por días y reaparecía como si nada hubiera pasado. A veces su única señal de existencia era un correo desde algún punto remoto, hablándole sobre paisajes extraños.
Otras veces la ausencia terminaba con una llamada telefónica, casi siempre invitándola a salir, casi siempre en el peor de los momentos, casi siempre cuando ella no podía.
Hace un año, cuando finalmente la convivencia dio paso a la mutua ternura, las ausencias de Héctor cesaron. De pronto ya no desapareció y estuvo ahí para ella, nunca más lejos que un número telefónico.
Sólo dos veces más se ausentó, pero éstas fueron explicadas en su momento. La primera fue en Marzo, cuando el aniversario de la muerte de María, una fecha que Héctor decidió hace mucho tiempo celebrar solo. La segunda fue hace poco más de cinco meses, antes de empezar a vivir juntos.
Entonces él se explicó diciéndole que, de pronto, el miedo lo invadió. Escapó para poder pensar y saber, sino a ciencia cierta, al menos con algo de certeza, si deseaba compartir no ya tardes y noches con ella, sino sus días todos.
Esas fueron las últimas ausencias de Héctor, hasta esta noche.
Diana ve llegar la medianoche sentada en la sala. Apaga la televisión y suspira, observa por enésima vez el teléfono y se preocupa sólo un poco más. Todo sería más fácil si Héctor fuera mínimamente compatible con los celulares; sólo hasta hace tres meses aceptó cargar con el que ella le regaló en su cumpleaños, y hasta hoy no ha logrado enseñarle a traerlo encendido y con la pila cargada.
Todo sería más fácil si las dudas se solucionaran con marcar unos cuantos números, incluso el saberlo en otro lugar y otra compañía sería preferible a esta espera llena de dudas. Contra otra persona sabría cómo reaccionar, pero no contra todas estas posibilidades.
Incluso se sorprende a si misma imaginando los nombres de con quiénes podría él estar: alguna compañera de trabajo en la revista, aquella reportera que encuentra en muchos eventos y saluda efusivamente, alguna de sus más antiguas amigas, alguna profesora o trabajadora de la universidad, alguna de sus estudiantes o aquella, de nombre incierto, en quien bien sabe Héctor piensa algunas noches, cuando la cree dormida.
Por supuesto, estos pensamiento no duran mucho y son, sorprendentemente, tranquilizadores. Las otras posibilidades son las que le aterran, pero también las más reales. No habría jamás accedido a vivir con él si no estuviera mínimamente segura de su sinceridad; sabe, con bastante certeza, que no la traicionaría. Llegado el caso, hablaría con ella y le daría sus razones; despidiéndose con la verdad.
Diana mira el reloj del dormitorio y suspira; lleva más de dos horas sumida en un sueño intranquilo, nunca completo. Cierra los ojos por enésima vez y sueña con abismos.
Héctor vuelve a leer cada uno de los documentos que el sobre del fantasma contenía. Recortes de prensa; apuntes rápidos en algunas hojas de cuaderno; documentos oficiales, incluso algunos de la organización defensora de Derechos Humanos para la cual trabajaba Miriam y, sobre todo, informes de inteligencia sobre las actividades de la abogada.
Da un sorbo a su centésima taza de café y lee algunos fragmentos al azar de los informes.
-Te siguieron desde mucho tiempo antes -le dice al retrato de la víctima-; conocían todas tus actividades y aún así; nunca pudieron entenderte. Si me preguntas, creo que por eso te mataron; no son buenos para manejar lo que no entienden.
Se desploma de nuevo sobre el sillón, pero cae mal; incrustándose el celular, colgado del cinturón, en el riñón izquierdo. Sólo entonces recuerda la presencia del aparato intruso.
Lo ve con desconfianza. Está apagado, tal cual lo dejó después de hablar con su ayudante en la tarde; hace varios litros de café. Lo enciende y sólo entonces se da cuenta de la hora; las tres de la madrugada, demasiado tarde para llamar a casa y justificar su ausencia.
El aparato le recrimina varias llamadas perdidas y diez mensajes de voz esperándolo en el buzón. Sólo cinco son de Diana, con algunas horas de diferencia: el primero era para preguntar si llegaría a comer, el segundo para saber si podía llevar algunas cosas para la cena, el tercero le preguntaba sobre su paradero, el cuarto y el quinto únicamente decían que estaba preocupada.
Los otros mensajes no tenían demasiada importancia: uno era de la secretaría del Coordinador de la carrera, para avisarle de una conferencia en el auditorio de la facultad, para dentro de tres días; había dos del editor de la revista, recordándole que la fecha de entrega se vencía mañana y no tenía aún el texto de su columna; el cuarto era un número equivocado, una mujer, probablemente adolescente, disculpándose con su novio por una ofensa imaginaria. El último era el anuncio de una promoción de la compañía de telefonía celular.
Héctor miró de nuevo la hora en la brillante pantalla del aparato y cerró los ojos.
Se ve a sí mismo siempre de espaldas, caminando herido, solitario. Siempre de espaldas, va dejando a su paso esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa sobre sus pasos y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos, lo sacude con ternura, lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en los bolsillos...
De pronto, una música indefinida pero conocida, extraña y familiar; sus risas, las de ellas, las que son ausencia. No tiene punto fijo ni origen definido, ocupa todo el paisaje y es, sin embargo, lejana, como el amanecer por venir.
Siempre de espaldas, se ve a sí mismo buscando, hasta que la ve; es una y son ellas, un solo rostro para los nombres de la ausencia. Un solo cuerpo, ausente, ajeno, a la distancia. Se acerca y, conforme la distancia disminuye, va apreciando los reflejos de luz en su cabello; el aroma de sus cuerpos, cuando yacían sonrientes, cansadas, desnudas a su lado; el sabor de sus labios y, sobre todo, el de sus mares, los que fueron tempestad entre la marea de sus sábanas.
Se acerca y, conforme la distancia disminuye, las esperanzas cobijadas de necedad en su bolsillos, se animan y cantan en una Babel arrítmica, pero feliz.
Se acerca y ella voltea, lo ven con sus profundos ojos de Elena sobre Troya; abismos por los cuales se pierden imperios. Lo miran y sonríen, son sus labios las trompetas de Gabriel, las que derrumban las murallas de Jericó. Lo miran, sonríen, abren los brazos y ofrecen el espectáculo de su pecho, de su bosque espeso. Se acerca y, cuando se encuentra la distancia en que puede estrecharlas entre sus brazos, ella... Ellas se desvanecen.
Siempre de espaldas, se mira a sí mismo vacío, sólo cáscara. Aquello que le llenaba se escapa por la nueva herida. Suspira y se incorpora, empieza a caminar de nuevo, a su paso va dejando esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos; lo sacude con ternura, lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en sus bolsillos... En el sueño, como en la vigilia, no sabe caminar sin esperanzas.
A lo lejos, sin punto fijo ni origen definido, suena la música de su risa; la de ella, la esperanza, la que es única y, al mismo tiempo, todas las risas que ha amado y lo definen.
Héctor abrió los ojos y palpó el sudor en su rostro. Miró el celular que aún sostenía en su mano; sólo habían pasado quince minutos.
Mientras olvidaba las imágenes del sueño se repetía que tantos litros de café le provocarían insomnio. Recogió los papeles y las fotos de la mesa de centro; reacomodó los cojines de la sala de la justa manera en que los encontrara a su entrada. Apagó las luces, echó las tres cerraduras y salió del edificio.
Todavía condujo sin rumbo fijo por poco más de una hora, en lo que pensaba los pasos a seguir, antes de enfilar el automóvil hacia la casa que comparte con Diana.
No lo escuchó llegar ni preparar el desayuno. Tampoco notó cuando puso la mesa y sirvió los hotcakes recién hechos. Sumida en sueños intranquilos, Diana no se dio cuenta de la presencia de Héctor sino hasta mucho después.
Se despertó y le sorprendió el olor a harina y miel; salió sin bata del dormitorio en dirección a una ducha que prometía retirar las imágenes de una noche de angustia, sólo entonces le vio sentado en la sala.
Desalineado, como quien pasa una noche intranquila e insomne; con la misma ropa con la que saliera el día anterior; con la barba crecida; le acercaba un sobre amarillo y arrugado.
-Si hemos de seguir juntos -le dijo-, lo correcto es que sepas en lo qué me estoy metiendo.
P.D. que hace las maletas
Para cuando lean estas líneas me encontraré en Leon (Guanajuato, México) impartiendo un taller... Esta entrada queda guardada a la espera de poder publicarla el Miércoles por la tarde o el Jueves muy temprano... Cuídenme el changarro y no me rompan nada, por favor.
El vergonzante profesor y la investigadora del Colegio de México se conocían, podría decirse, desde siempre. Desde mucho antes de que periodista citadino lo fuera y ella considerara dedicar su vida a estudiar la sociedad. Antes incluso de las ausencias y memorias que ahora los conforman; estaba ella y estaba él.
Nunca fueron los grandes amigos, sólo conocidos recurrentes. Nunca fueron cercanos, sólo presencias recurrentes. Podían pasar largos periodos sin verse, incluso años y, en el transcurso, ninguno se acordaba del otro más que como anécdota. Sin embargo, sus caminos parecían destinados a cruzarse de vez en cuando.
Se encontraban en los lugares de trabajo, en los mismos grupos políticos, en la misma escuela estudiando carreras distintas, compartiendo amistades sin saberlo. Siempre, cuando se encontraban disfrutaban de la presencia del otro, de contarse sus logros y fracasos, sus mutuos y propios miedos, de consolarse mutuamente y reírse de sí mismos y de los otros.
Hasta que las propias vidas volvían a separarlos, prometiéndose mutuamente no estar tan alejados, mantener el contacto y la cercanía. Algunas veces mantenían la promesa a través del teléfono por poco tiempo, otras, las más, simplemente volvían a sus rutinas y se acordaban del otro acaso como anécdota.
Algunas veces ella se encontraba, sorprendida, con su nombre escrito en algún lado y, mientras lo leía, se permitía una sonrisa al recordarlo. Algunas veces, por mutuos conocidos, él se enteraba que ella estaba lejos, en tierras extranjeras y era feliz. Mientras escuchaba sin demasiada atención, se permitía una sonrisa al recordarla.
Fueron una historia de distancias, de encuentros fugaces. Conocidos y extraños siempre. Sólo hasta poco es que volvieron a encontrarse y a conocerse... Sólo hasta muy poco es que se descubrieron.
Incluso entonces, hace tan poco, las ausencias de Héctor no eran frecuentes, pero tampoco extrañas. De vez en vez desaparecía por días y reaparecía como si nada hubiera pasado. A veces su única señal de existencia era un correo desde algún punto remoto, hablándole sobre paisajes extraños.
Otras veces la ausencia terminaba con una llamada telefónica, casi siempre invitándola a salir, casi siempre en el peor de los momentos, casi siempre cuando ella no podía.
Hace un año, cuando finalmente la convivencia dio paso a la mutua ternura, las ausencias de Héctor cesaron. De pronto ya no desapareció y estuvo ahí para ella, nunca más lejos que un número telefónico.
Sólo dos veces más se ausentó, pero éstas fueron explicadas en su momento. La primera fue en Marzo, cuando el aniversario de la muerte de María, una fecha que Héctor decidió hace mucho tiempo celebrar solo. La segunda fue hace poco más de cinco meses, antes de empezar a vivir juntos.
Entonces él se explicó diciéndole que, de pronto, el miedo lo invadió. Escapó para poder pensar y saber, sino a ciencia cierta, al menos con algo de certeza, si deseaba compartir no ya tardes y noches con ella, sino sus días todos.
Esas fueron las últimas ausencias de Héctor, hasta esta noche.
Todo sería más fácil si las dudas se solucionaran con marcar unos cuantos números, incluso el saberlo en otro lugar y otra compañía sería preferible a esta espera llena de dudas. Contra otra persona sabría cómo reaccionar, pero no contra todas estas posibilidades.
Incluso se sorprende a si misma imaginando los nombres de con quiénes podría él estar: alguna compañera de trabajo en la revista, aquella reportera que encuentra en muchos eventos y saluda efusivamente, alguna de sus más antiguas amigas, alguna profesora o trabajadora de la universidad, alguna de sus estudiantes o aquella, de nombre incierto, en quien bien sabe Héctor piensa algunas noches, cuando la cree dormida.
Por supuesto, estos pensamiento no duran mucho y son, sorprendentemente, tranquilizadores. Las otras posibilidades son las que le aterran, pero también las más reales. No habría jamás accedido a vivir con él si no estuviera mínimamente segura de su sinceridad; sabe, con bastante certeza, que no la traicionaría. Llegado el caso, hablaría con ella y le daría sus razones; despidiéndose con la verdad.
Diana mira el reloj del dormitorio y suspira; lleva más de dos horas sumida en un sueño intranquilo, nunca completo. Cierra los ojos por enésima vez y sueña con abismos.
Da un sorbo a su centésima taza de café y lee algunos fragmentos al azar de los informes.
-Te siguieron desde mucho tiempo antes -le dice al retrato de la víctima-; conocían todas tus actividades y aún así; nunca pudieron entenderte. Si me preguntas, creo que por eso te mataron; no son buenos para manejar lo que no entienden.
Se desploma de nuevo sobre el sillón, pero cae mal; incrustándose el celular, colgado del cinturón, en el riñón izquierdo. Sólo entonces recuerda la presencia del aparato intruso.
Lo ve con desconfianza. Está apagado, tal cual lo dejó después de hablar con su ayudante en la tarde; hace varios litros de café. Lo enciende y sólo entonces se da cuenta de la hora; las tres de la madrugada, demasiado tarde para llamar a casa y justificar su ausencia.
El aparato le recrimina varias llamadas perdidas y diez mensajes de voz esperándolo en el buzón. Sólo cinco son de Diana, con algunas horas de diferencia: el primero era para preguntar si llegaría a comer, el segundo para saber si podía llevar algunas cosas para la cena, el tercero le preguntaba sobre su paradero, el cuarto y el quinto únicamente decían que estaba preocupada.
Los otros mensajes no tenían demasiada importancia: uno era de la secretaría del Coordinador de la carrera, para avisarle de una conferencia en el auditorio de la facultad, para dentro de tres días; había dos del editor de la revista, recordándole que la fecha de entrega se vencía mañana y no tenía aún el texto de su columna; el cuarto era un número equivocado, una mujer, probablemente adolescente, disculpándose con su novio por una ofensa imaginaria. El último era el anuncio de una promoción de la compañía de telefonía celular.
Héctor miró de nuevo la hora en la brillante pantalla del aparato y cerró los ojos.
De pronto, una música indefinida pero conocida, extraña y familiar; sus risas, las de ellas, las que son ausencia. No tiene punto fijo ni origen definido, ocupa todo el paisaje y es, sin embargo, lejana, como el amanecer por venir.
Siempre de espaldas, se ve a sí mismo buscando, hasta que la ve; es una y son ellas, un solo rostro para los nombres de la ausencia. Un solo cuerpo, ausente, ajeno, a la distancia. Se acerca y, conforme la distancia disminuye, va apreciando los reflejos de luz en su cabello; el aroma de sus cuerpos, cuando yacían sonrientes, cansadas, desnudas a su lado; el sabor de sus labios y, sobre todo, el de sus mares, los que fueron tempestad entre la marea de sus sábanas.
Se acerca y, conforme la distancia disminuye, las esperanzas cobijadas de necedad en su bolsillos, se animan y cantan en una Babel arrítmica, pero feliz.
Se acerca y ella voltea, lo ven con sus profundos ojos de Elena sobre Troya; abismos por los cuales se pierden imperios. Lo miran y sonríen, son sus labios las trompetas de Gabriel, las que derrumban las murallas de Jericó. Lo miran, sonríen, abren los brazos y ofrecen el espectáculo de su pecho, de su bosque espeso. Se acerca y, cuando se encuentra la distancia en que puede estrecharlas entre sus brazos, ella... Ellas se desvanecen.
Siempre de espaldas, se mira a sí mismo vacío, sólo cáscara. Aquello que le llenaba se escapa por la nueva herida. Suspira y se incorpora, empieza a caminar de nuevo, a su paso va dejando esperanzas inconclusas. Algunas veces, casi siempre, regresa y toma el cadáver de un proyecto entre sus manos; lo sacude con ternura, lo arropa con su necedad y vuelve a guardarlo en sus bolsillos... En el sueño, como en la vigilia, no sabe caminar sin esperanzas.
A lo lejos, sin punto fijo ni origen definido, suena la música de su risa; la de ella, la esperanza, la que es única y, al mismo tiempo, todas las risas que ha amado y lo definen.
Mientras olvidaba las imágenes del sueño se repetía que tantos litros de café le provocarían insomnio. Recogió los papeles y las fotos de la mesa de centro; reacomodó los cojines de la sala de la justa manera en que los encontrara a su entrada. Apagó las luces, echó las tres cerraduras y salió del edificio.
Todavía condujo sin rumbo fijo por poco más de una hora, en lo que pensaba los pasos a seguir, antes de enfilar el automóvil hacia la casa que comparte con Diana.
Se despertó y le sorprendió el olor a harina y miel; salió sin bata del dormitorio en dirección a una ducha que prometía retirar las imágenes de una noche de angustia, sólo entonces le vio sentado en la sala.
Desalineado, como quien pasa una noche intranquila e insomne; con la misma ropa con la que saliera el día anterior; con la barba crecida; le acercaba un sobre amarillo y arrugado.
-Si hemos de seguir juntos -le dijo-, lo correcto es que sepas en lo qué me estoy metiendo.
P.D. que hace las maletas
Para cuando lean estas líneas me encontraré en Leon (Guanajuato, México) impartiendo un taller... Esta entrada queda guardada a la espera de poder publicarla el Miércoles por la tarde o el Jueves muy temprano... Cuídenme el changarro y no me rompan nada, por favor.
Etiquetas: Versiones
12 Comments:
Hola precioso! paso por aquí rapidito para dejarte un saludo. Menos mal que tengo el privilegio de tener mis propias "versiones"...
Un beso muy grande!
Anda mi niño que lejos te has ido... caxis!!... ahora que teníamos una fiestecilla montada, pero anda date una vuelta cuando puedas y acompañanos en esta celebración ...http://vamosdecumple.blogspot.com/
Un besooooo
Pues nada, cuidaremos de esto... y no romperemos nada aunque yo estaba pensando si no estaría bien trasladar ese fiestón que dice Ambrosía para acá.... :P
Besos
Te encontraba a faltar, ya ves ,como se engancha una en estas cosas y buscandote te he leido.Bueno paso de puntillas y no te rompo nada.
Que sepas que he pasado el plumero y lo he dejado todo en su sitio. Me he detenido un poquito a observar la pintura, Dalí estaría orgulloso, estoy segura, es idéntica pero con tu toque personal, me estoy entreniendo en compararlas y estoy alucinaica, se nota la luz del Mediterraneo en la de Dalí y las sombras y ausencias en la de Necio, (¿Que te parece mi crítica?). Me llamó la atención y hasta que no he tenido ambas delante no he querido comentar.
Besicos y cuídate mucho.
Ah, como los niños quiero mi suvenir, jejejejejeje.
Entiendo que no hayas podido soportar la idea de la blogosfera sin mi presencia temporalmente, pero ya he vuelto, vuelve :(
Suerte con el taller :D
¡qué genial! y como "versiones" lo tengo en mis manos, me quedo con el dibujo ¡para mí!
Espero que la sala no sea demasiado oscura, ni las gentes que en ella están tampoco y que vengas con cosas que contar...
besiños guapo
En cuanto pase todo lo malo, exámenes, trabajos etc, tengo que leer esto desde el principio, porque me gusta pero las cosas así es mejor hacerlas bien.
Kisses
Y bueno, 24 horas tarde, pero ya estoy aquí.
Zafferano. Pues sí, lo bueno es que tienes tus Versiones para ti solita... Sólo no cuentes el final.
Ambrosia. Venga, me doy una vuelta.
Nanny. Mi blog es todo duyo para organizar las fiestas que desee... Sólo aviseme si estoy invitado.
Driada. Pues sí, me había ido... pwero ya regresé.
Nani. El plumero? El plumero? EL PLUMERO? Ya decía yo que me faltaba algo de polvo... Y tanto trabajo que me había costado reunirlo.
Jaurne. Efectivamente, la blogosfera sin ti era insoportable y me tuve que tirar al vicio y la desesperación... Bueno, en realidad me tuve que ir a un curso, pero de la otra forma queda más bonito, a que sí.
María. Pues lo de la sala oscura y la gente ídem... Si te contara.
Gata. Tómeselo con calma, no se preocupe.
Hola,
Tienes un premio por continuar la historia.
Gracias y besos.
Las pequeñas cosas son las que nos hacen seguir asi que me di otra vuelta al saber que habias vuelto.
Feliz regreso Hutopo... si no para ti al menos para mí.
Un abrazo.
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