Los museos como discursos
Texto aparecido en el número 4 de la revista "Quiote" que retomo ahora por la aparición de "Grandeza" de Andrés Manuel López Obrador...
IDENTIDADES
“Yo sólo soy
memoria y la memoria que de mí se tenga”
Elena
Garro
Los Recuerdos del
Porvenir
¿Qué es un museo? ¿Cuál es su función?
Más
allá de formalismos que dividen los museos en tecnológicos, de arte, de
historia, de objeto, interactivos o bajo cualquier otro criterio taxonómico,
los museos son, sobre todo, discursos. Son lo que plantean y lo que de esto
apropiamos como individues o como sociedad.
En
este sentido y si Marx tenía razón, los museos forman parte del aparataje
supraestructural con el que un orden social, establecido o emergente, se
justifica ideológicamente a sí mismo.
Lo
anterior es cierto ya sea que hablemos de macromuseos como el Louvre o el
Hermitage, creados a partir de las colecciones que las rancias noblezas de
Francia y Rusia dejaron tras de sí y acrecentados, sobre todo el primero, a
partir del expolio imperialista que las potencias europeas hicieron en los
territorios colonizados (aunque de esto es el Museo Británico el mayor
exponente).
Como
también es cierto cuando hablamos de, y sobre todo si hablamos de, los museos
nacionales de México.
El
discurso nacional-vasconcelista
El embrión de lo que sería el primer Museo
Nacional se encuentra aún en tiempos del virreinato y tiene más que ver con una
serie de descubrimientos accidentales y decisiones obligadas por las
circunstancias, que con la intención explícita de crear un espacio museográfico
con un discurso específico.
Durante
los últimos tiempos de la colonia y los regímenes postindependentistas del
siglo XIX, el convulso ambiente político y los constantes conflictos armados
marcaran el destino de las colecciones, con el uso como blanco de tiro que las
tropas estadounidenses dieron a la Piedra del Sol (ubicada entonces a los pies
del campanario de la Catedral Metropolitana) durante la intervención de 1846-48
y el saqueo hormiga de vestigios históricos que Maximiliano y su camarilla practicaron
durante el gobierno del austriaco (1864-67), como ejemplos extremos de esto.
Es
hasta el periodo conocido como República Restaurada que el Museo Nacional toma
una forma y sentido claros, con la intención de reivindicar un no demasiado
preciso “pasado glorioso” indígena y una linealidad histórica ininterrumpida
desde la Colonia, pasando por la Independencia y hasta el Porfiriato,
presentando a éste último como el único heredero real y lógico de toda esta
grandeza pasada y las “heroicas gestas” que dieron forma al México de ese
entonces.
Es
decir; más que la mera exhibición y resguardo de los vestigios arqueológicos e
históricos, el museo del palacete de Moneda contaba una historia, sí, pero
sobre todo escogía qué partes de esa historia contar.
La
llegada de la Revolución y los regímenes de ésta emanados lejos de cambiar este
reduccionista discurso, lo acrecentaron y subrayaron, sobre todo a partir de la
adopción del canon vasconcelista a partir del inicio de los años 20 del siglo
pasado; la Revolución no cambió el discurso del Museo Nacional, sólo la
identidad de quienes lo emitían y la naturaleza del régimen que justificaba.
De
corte protofascista el vansconcelismo pretendía crear una única versión de la
historia e identidad mexicanas. Una nación de “raíces indígenas” (sólo algunas
y muy escogidas) y europeas (la mayoría) que se encaminaba a la modernidad
homogénea de “la raza cósmica”, donde el abanico multiétnico era reducido a
meras expresiones de exotismo regional y los idiomas indígenas sólo “dialectos”
destinados al olvido.
Negando
en este discurso, además, la existencia y las contribuciones que trajeron
consigo las personas que llegaron esclavizadas desde África y las de otras
comunidades migrantes de Asia y el Medio Oriente, como la china y la libanesa
entre varias más.
Con
variaciones mínimas esta es la narrativa que se mantiene cuando la colección
del Museo Nacional se parte en los acervos “de Historia” (a partir de la
Conquista) y “de Antropología y Etnografía” (vestigios arqueológicos y
creaciones de las pueblos indígenas), destinando la primera al castillo de
Chapultepec durante el cardenismo y la posterior creación de los museos
nacionales del Virreinato (1964) y de las Intervenciones (1981) y,
principalmente, con la mudanza de las colecciones antropológica y etnográfica
al recinto creado por Pedro Ramírez Vázquez en Chapultepec (también en 1964).
El
discurso vasconcelista se presenta en el nuevo espacio museográfico no sólo en
la columna del “Paraguas” del patio central del edificio, creada por los
hermanos Chávez Morado sobre un guion y conceptos de Jaime Torres Bodet, sino
también en el acomodo y museografía de las salas de exhibición.
Las
salas de arqueología se fundamentan en el concepto de Mesoamérica y, de hecho,
abren con una sala específicamente dedicada a “explicar” y fijar este concepto, según el cual las
culturas y civilizaciones precolombinas podían explicarse desde reducciones
teóricas “comunes” a todas ellas.
Las
lagunas y conflictos propios de este concepto son tales que han producido un
debate bastante acalorado ya en los 60 y 70 del siglo pasado, en el que se ha
ocupado tal cantidad de publicaciones que sería imposible siquiera empezar a
esbozarlo en estos párrafos.
Por
su parte las salas de etnografía del piso superior se crean “para resguardar y
dar testimonio de las creaciones materiales de los pueblos indios EN CAMINO A
DESAPARECER” según se registra en el proyecto original de la creación del
museo.
Esto
es; las comunidades indígenas no eran vistas como sociedades vivas, cambiantes
y dinámicas, sino como remanentes de un pasado idólatra y barbárico. Sus
manifestaciones culturales son, entonces, sólo exotismos que vender a los
turistas mientras les individues que las crean van abandonado sus costumbres y
“dialectos” para ser absorvides por la homogeneidad de la modernidad.
En
esta lógica la “identidad” nacional e indígena que presentaban las colecciones
del Museo Nacional de Antropología, eran constructos artificiales creados en
los salones del poder por una academia blanca, pensados para dar una
explicación ad hoc que justificara el
orden social imperante y que sólo tocaban tangencialmente las complejidades del
pasado precolombino y las dinámicas de las comunidades indígenas reales.
Pero,
si Marx tenía razón, todo orden social establecido conlleva per se sus propias contradicciones... Y
es en estas contradicciones donde se gestan y crecen sus contrapartes.
Los
contradiscursos
Lejos de “desaparecer” las comunidades
indígenas protagonizaron durante los 60 y 70 del siglo pasado múltiples
movimientos sociales reivindicando sus derechos sobre sus territorios y
destinos, con ejemplos como los levantamientos magisteriales-guerrilleros de
Cabañas y Vázquez.
Incluso
el exotismo para turistas al que el discurso oficial relegaba las creaciones y
manifestaciones culturales de estas comunidades, permitió en alguna medida el mantener
y arraigar un cierto sentimiento de identidad y pertenencia entre les
individues de las mismas, reivindicando sus derechos culturales, entre estos el
derecho a hablar y ser educades en sus propios idiomas.
Entre
1963 y 1993 (y no con pocas resistencias desde el oficialismo y la academia
blanca), múltiples proyectos de educación en idiomas indígenas son impulsados y
abrazados por las comunidades. Si bien estos proyectos siempre fueron limitados
por la corrupción imperante en todos los aparatajes estatales de los regímenes
del PRI y por el racismo imperante entre las autoridades educativas encargadas
de su implementación.
En
1994 el levantamiento zapatista en Chiapas lleva el tema indígena al centro de
la agenda nacional, obligando a modificar, con su presencia y reivindicaciones,
muchas dinámicas sociales y hasta los propios discursos de las instituciones
oficiales.
Tal
vez el primer signo de este cambio en el Museo Nacional de Antropología fue la
aparición, discreta, de muñecas de trapo con el rostro cubierto por un
pasamontañas en una pequeña vitrina de la sala de “Mayas de la Montaña” en la
sección de etnografía.
Ya
en el año 2000 se da una gran restructuración del contenido del museo,
eliminando la sala de “Mesoamérica” y alejando (si bien no completamente) el
discurso museográfico de este concepto, haciendo hincapié ya no tanto en los
reduccionismos “unificadores” entre todas las culturas y civilizaciones
precolombinas, sino en las dinámicas propias de cada grupo y región geográfica.
Porque,
si Marx tenía razón, las condiciones materiales marcan los desarrollos de las
sociedades; es absurdamente simplista pretender homologar los desarrollos de
las civilizaciones precolombinas en regiones tan diversas y con recursos
naturales tan distintos como, por ejemplo, las costas del Golfo de México y las
regiones semiáridas o completamente desérticas del Norte y Occidente.
Y
si bien este cambio discursivo no fue tan notorio en la sección de etnografía,
en donde las colecciones exhibidas permanecieron prácticamente sin cambios,
manteniendo la omisión sobre la historia y dinámicas de muchas colectividades,
como la afromexicana, incluso en las salas dedicadas a las regiones donde su
presencia cotidiana era más que notoria como las de las costas del Golfo de
México o a la región de la Costa Chica comprendida entre Guerrero y Oaxaca.
Sí
hay una modificación en los cedularios de estas salas, en los que, por ejemplo,
se empieza a imponer el uso de los etnónimos de autoidentificación en su idioma
original, por sobre los nahualismos y castellanizaciones imperantes hasta ese
entonces (v.b. preferir el empleo de “wixarica” por sobre el peyorativo
“huichol”).
Poco
a poco, conforme los movimientos indígenas de diversas naturalezas (no sólo el
zapatismo, pero en buena medida gracias al zapatismo) iban conquistando
espacios en la agenda pública y el debate político del país, aunado a la
consolidación de generaciones de académiques indígenas que se instalaban en la
academia especializada (llegando a hacerse cargo de la curaduría de varias de
las salas de etnografía del museo), los cambios del cedulario se tradujeron en
cambios en las exposiciones y el sentido que a éstas se les daba.
Hasta
que, empezando durante la pandemia de 2020-21, entre 2024 y este 2025 se
concluyó una remodelación completa de las salas de etnografía, fruto no sólo de
un debate académico, sino de un proceso amplio de consulta y diálogo con
representantes de diversos movimientos y comunidades indígenas y afromexicanas.
El
renovado discurso museográfico se centra no ya en presentar las manifestaciones
y creaciones culturales de cada pueblo como objetos en una vitrina, inmutables
al paso del tiempo y los cambios sociales, sino como procesos dinámicos de
pueblos y culturas vivas que van cambiando, conforme cambian las sociedades que
les practican y crean.
No
ya una identidad que tiende a la homogenización, sino identidades diversas que
se nutren de los contactos entre sí para mantenerse coherentes y diversas.
Si
Marx tenía razón, así también se construyen las identidades y los discursos que
las reflejan; cuando a un aparataje supraestructural establecido se le oponen
narrativas emergentes y logran imponer aspectos de la realidad hasta entonces
inadvertidamente omitidos o intencionalmente borrados.
Obviamente
ninguno de estos cambios es, de suyo, suficiente y concluido. Si Marx tenía
razón, en una sociedad dinámica los discursos de los museos deberán seguir
cambiando conforme va cambiando la sociedad en la que se inscriben.
Mario
Stalin Rodríguez
Asesor Educativo
Museo Nacional de
Antropología
"Grandeza" de Andrés Manuel López Obrador es. entonces, no sólo un libro de historia, sino un contradiscurso emergente entre otros muchos contradiscursos emergentes que se oponen al aparataje supraestructural imperante y como tal debe ser entendido.
Etiquetas: Académico, Opinión, tratado sobre la necedad


