Conferencia impartida en la RAM de MENSA España, Diciembre de 2014.
“Estamos hechos, en
buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de
olvido”.
Jorge Luis Borges
El tiempo
¿De qué y cómo construimos las identidades
nacionales?
No
se trata sólo de la respuesta de perogrullo, según la cual es el poder, de
acuerdo su variable interés, quien la construye. El papel que el poder ejerce
en esto es evidente y, sin embrago, existe una identidad compartida más allá de
la visión e intereses de quien ejerce el poder (sea éste del color partidista
que sea).
Debe
haber, entonces, un conjunto de características que identifican, entre sí y
ante los demás, a los miembros de un colectivo específico. En asuntos
nacionales, éstas pueden ser el idioma, determinadas costumbres, algún estilo
específico de comida y etcéteras varios... Suena sencillo, tan sencillo que muy
probablemente sea falso.
Porque
hay naciones multilingüístas y tan canadiense es un francófono como un
angloparlante. La gastronomía de una nación es rica y variada por condiciones
geográficas y de disponibilidad de recursos y tan mexicanos son los platillos
del Norte como la sopa de lima de Yucatán. Las costumbres varían de una latitud
a otra y el carnaval no se celebra igual en Trento que en Venecia.
No,
la identidad nacional se nutre de características locales, pero no se origina
en éstas... La respuesta debe encontrarse en otro lugar, tal vez, en los
procesos sociales compartidos. Es decir; la explicación de la identidad
nacional se encuentra en la historia y formación de las naciones.
Y
el asunto aquí es que, como sugiere el epígrafe, la historia se compone,
principalmente, de olvido... Y, no nos sorprendamos, de aquello que inventamos
para llenar los huecos.
En
palabras llanas y sin que medie un juicio moral en esto; construimos nuestra
identidad nacional, en buena medida, de mentiras.
Alejados de la fábula de Rousseau, según la
cual conformamos una sociedad sobre el mutuo beneficio, es muy probable que, si
Marx tenía razón y la historia humana es la historia del conflicto, en el
origen del Estado, más que una contrato, haya un despojo; la apropiación, por
medio de la fuerza, del fruto del trabajo de otros.
Y
será, tal vez, porque el ser humano es así, que estos otros hayan encontrado
una justificación del despojo en una suerte de síndrome de Estocolmo primitivo;
“sí, el más fuerte se queda con el fruto de nuestro trabajo, pero a cambio, nos
protege de que otros nos despojen de éste”...
En
el origen del Estado hay, entonces, la invención de una justificación
claramente falsa que explica, sin embargo, el estadio de las cosas y garantiza
su continuidad. No nos sorprenda, en esta lógica, que en la justificación de
todo estadio actual, subyagan ideas de igual naturaleza que explican no sólo el
presente, sino aquellos fragmentos del pasado que fueron olvidados o, en la
mayoría de los casos, borrados.
Tomemos el ejemplo actual de México.
Su
origen como nación es, en términos históricos, bastante reciente; se remonta
apenas a unos cuantos siglos (poco más de cinco si se toma desde la conquista
española, sólo dos si se considera únicamente su vida independiente). El asunto
es que, independientemente de la fecha que se de a su parto (si cuando el
surgimiento de la Nueva España o el del Imperio Mexicano), éste fue traumático
y marcado por el conflicto.
Que
México es un país multicultural, pluriétnico y multilingüísta es evidente. Que
esto es debido a y a pesar de la colonización europea y el proceso de
independencia, es incluso un lugar común. Las presencias occidentales e
indígenas se viven en el día a día, en la lengua que (con sus variantes
regionales) mayoritariamente hablamos y en los idiomas en los que se expresa
aproximadamente el 10% de la población. Incluso, en la forma en que buena parte
de la población vive la religión católica es marcadamente indígena.
Sí,
la presencia indígena forma parte inherente de nuestra identidad
nacional... Pero no nos engañemos, ésta
no se reduce sólo al folclorismo que los organismos oficiales venden como
atractivo turístico hacia el exterior; la identidad indígena de México no es,
ni mucho menos, los danzantes que vestidos de plumas y taparrabos montan
espectáculos para turistas en las plazas e iglesias del país.
En
el mejor de los casos, estas manifestaciones son sólo parte de la herencia
precolombina... Y el asunto aquí es, justamente, que ésta es tan grande y
compleja que, en realidad, no tenemos muy claro qué de ella es realmente
herencia y cual parte la fuimos inventando sobre la marcha.
Hasta tiempos tan recientes como el último
cuarto del siglo pasado, la versión comúnmente aceptada (incluso en los
ambientes académicos especializados) de nuestra historia era simple y lineal.
Existió,
se decía, una primera gran cultura, los Olmecas, que a partir de su lugar de
origen (las costas del golfo de México) llevaron la civilización hacia las
zonas del altiplano central y la región maya en lo que hoy es la península de
Yucatán y Centroamérica.
Tras
la caída y desaparición de esta primera gran cultura, en el Altiplano central
se erigió la primera gran ciudad hegemónica, Teotihuacán, cuya influencia llegó
a sentirse en regiones tan distantes como Aridoamérica al Norte y las
poblaciones mayas del Sur.
Tras
la caída y desaparición de esta gran ciudad, en el lago de Texcoco se alza el
último gran imperio; el Azteca, que logra subyugar a la mayoría de los pueblos
contemporáneos, hasta la llegada de los españoles y su superioridad
tecnológica...
Por
regla general, además, se entendía a los pueblos indígenas todos, como una
especie de místicos sabios que vivían sanamente, en armonía con su entorno y
preocupados más por la observación del firmamento que por las pasiones humanas.
Según
esta lógica, el mestizaje habría producido una especie de “raza cósmica”, cuya
identidad se definía por la espiritualidad heredada de los pueblos
precolombinos y cuyo futuro era recobrar la grandeza de estos.
Todo
lo cual suena estupendamente, pero es, en el mejor de los casos, un cuento de
hadas...
Al margen de las lagunas cronológicas que
la versión arriba apuntada tiene (algunas de siglos), y obviando el despropósito
que es presentar de manera lineal procesos histórico-sociales que involucran a
tal cantidad de colectivos culturales tan distintos. Aún así, la versión no
resiste el mínimo análisis.
Más
que la existencia una “cultura madre” que expandió su “civilización” hacia
otros pueblos, se debe hablar de evoluciones convergentes que, ante condiciones
materiales similares, llegaron en tiempos similares a soluciones similares
(recuérdese, convergencia no significa necesariamente causalidad).
Lo
cierto es que, tanto en regiones como la mixteca-zapoteca (sierra de lo que hoy
es Oaxaca) como en la región maya, existían conglomerados urbanos mucho antes
de que se iniciara su contacto cultural y comercial con el pueblo que llamamos
olmeca.
La
paráfrasis “que llamamos olmeca” no es gratuita, porque olmeca es, en realidad,
el etnónimo de un pueblo muy posterior que ocupó los centros poblacionales y adoratorios
de aquellos a quienes conocemos con este nombre. Los constructores originales
desaparecieron sin dejar continuidad lingüística o cultural, de ahí que sea
imposible conocer el cómo se llamaban a sí mismos, qué lengua hablaban ni cuál
era su organización político-cultural.
Cientos de años después, la gran ciudad de
Teotihuacán (que, por cierto, tampoco es su nombre original, sino que así fue
bautizada por los mexicas, siglos después de su abandono) llegó a su decadencia
mucho más por causas internas que por procesos exteriores.
Es
muy probable que los pobladores originales de esta urbe hayan causado un
desastre ecológico debido a su gran consumo maderero y a la sobreexplotación
agrícola, que probablemente se intentó paliar por el dominio económico y
comercial que ejercían sobre otros pueblos, hasta que la situación se hizo
insostenible y el pueblo se reveló contras sus gobernantes.
La
ciudad fue abandonada hacia el 650 d.C., dejando atrás su gran centro
ceremonial que, por cierto, no representa ni obedece en su trazo a ningún
fenómeno astrológico ni cuerpo celestial. Muy probablemente, la intención
original de esta construcción haya sido crear montes artificiales que
“llamaran” el agua tan necesaria para la subsistencia de una urbe de estas
dimensiones.
Finalmente; nunca existió un pueblo llamado
“aztecas”. El etnónimo, que hace referencia a la mítica isla de Aztlán, fue
acuñado hasta alrededor de 1420 (junto con la creación del mito de la
peregrinación) y no se popularizó sino hasta la época colonial, como una forma
de reafirmar la identidad indígena frente a la dominación cultural española.
Los
pobladores de la ciudad de Tenochtitlan se llaman a sí mismos “Mexicas”, los
habitantes de Mexi, el centro (ombligo) del universo. Y centro fue, por lo
menos, del último gran imperio antes de la conquista… Aunque su periodo de
hegemonía duró escasos 100 años.
En
realidad, este pueblo desciende de la última gran migración chichimeca.
Fundaron su ciudad y adoptaron el etnónimo de “mexicas” como tributarios del
reino de Azcapotzalco. Durante su migración y su etapa de sumisión, fueron
apropiando y reinterpretando los mitos y la organización social de múltiples
pueblos del altiplano central.
Es,
como se sugiere antes, hasta 1420 que a través de una revisión teológica que
deviene, entre otras cosas, en la creación el concepto de “guerras floridas”
(conquista de otros pueblos para ofrecer a sus guerreros a los dioses), que se
rebelan contra la hegemonía de Azcapotzalco y, tras la derrota de esta ciudad,
se inicia su periodo imperialista.
Y aquí, tal vez, un punto nodal en todo
este asunto.
Será.
Tal vez, que toda identidad nacional se funda en buena medida de mitos y
mentiras que inventamos para llenar los huecos de nuestra memoria colectiva...
Y será, tal vez, que no hay juicio moral que valga para este fenómeno.
Los
mitos, las mentiras que nosotros mismos nos contamos, nos construyen y
justifican a los propios ojos y los ajenos. Decía Oscar Wilde que la
civilización humana empezó el día en que un cavernícola que jamás salió de su
cueva, contó a los demás el cómo venció el solo al mastodonte.
En
tal lógica, estos mitos y falsedades son, si se me permite el símil,
herramientas de la evolución social; un poco como la fuerza, un poco como las
balas. Un estado de las cosas puede ser mantenido por fuerzas y balas... Pero
fuerza y balas también pueden ser utilizados para cambiarlo.
Los
mitos y falsedades pueden justificar un estadio social, hasta que son
sustituidos nuevos mitos y falsedades... O, mejor aún, con la verdad, así es como
las sociedades, los Estados, las naciones cambian.
Mario
Stalin Rodríguez
Etiquetas: Académico, La Tira de la Peregrinación, tratado sobre la necedad