EPIFANÍA
En los
largos años que llevaba practicando el oficio pastoral, como párroco de la
Capilla de San Eufemio, nada ni nadie había hecho dudar a Fernando de sus
creencias. Lidiaba a diario con ateos convencidos, sus amigos, que trataban de
hacerlo entrar en cordura (según ellos), pero nada había pasado hasta aquel Domingo.
Como todos los fines de semana, se
sentó en el confesionario y escuchó la retahíla de pecados de las beatas del
lugar; "Confiésome padre que he pecado: me acuesto con el carnicero, me
entere que la del 9 sale con un chofer de taxi”, etc... Hasta que llegó ella...
"Confieso padre que no logro
creer en su dios. No sé de qué lado cabalga aquel a quien adora, pero seguro no
lo hace del lado del oprimido; imagino a su dios sentado al lado del poderoso,
compartiendo la mesa con él. No puedo pensarlo de otra forma".
Los amigos ateos se sentaban en
cualquier sitio que les permitiera escuchar, más o menos bien, las confesiones
y, aunque no siempre lo lograban, observar la cara de Fernando al imponer
penitencia. Así pudieron ver como el rostro del imperturbable sacerdote iba
cambiando conforme la mujer hablaba.
"No puedo creer en el dios que
bendice las guerras del poder. No, no creo en él".
Tal vez no eran tanto las palabras
en sí como la forma en que eran pronunciadas. Tal vez no era tanto el discurso
como la candencia de la voz... Tal vez ni siquiera era la mujer, sino el
momento en el que se presentó... Tal vez no era nada en particular, sino la
suma de todas las pequeñas cosas.
"Sin embargo quisiera creer en
el dios que corrió a los mercaderes de su templo, el que se rebeló contra los
gobernantes y logró curar a los enfermos. El que se dejo morir como última
muestra de rebeldía. Pero hay tan pocas muestras de él"...
Los amigos del padre se miraban
sorprendidos. Esa mujer de rostro desconocido iluminaba el templo; era
inconcebible que alguien se atreviera a decir tal discurso en aquella iglesia,
ni ellos podían.
"Tampoco creo en el dios de los
tontos e ingenuos, el que promete paraísos para después de la muerte y la
salvación eterna para el que sufre... Pero no hace nada para remediar el sufrimiento
de los vivos o salvar a los desposeídos".
La mujer salió del confesionario
envolviendo su cara en un reboso, Fernando salió poco después, miró a sus
amigos intentando sonreír y se marchó sin decir nada.
Poco después cada uno de sus amigos
recibió una carta:
"He
visto el rostro de la dignidad y, sorprendido, descubro que no cree en el dios
que yo creo. Me marcho a descubrir a ese otro dios en el que ella deposita su
fe; la Libertad".
El padre Fernando fue desconocido
por el Vaticano y excomulgado, por haber obrado de palabra y acción contra la
Santa Iglesia.
Mario Stalin Rodríguez.
Etiquetas: tratado sobre la necedad
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