miércoles, octubre 29, 2025

Siempre Mujeres (Apéndice V)

 LÁGRIMAS DE SERPIENTE

De la deformación de los mitos

 No es extraño que en distintas cosmovisiones precolombinas las deidades no tengan una única identidad, sino distintas advocaciones cada una con sus distintas historias, potestades y atribuciones, sin dejar de ser la misma deidad. De ahí que para los pueblos nahuas muchas de las deidades femeninas fueran, al mismo tiempo, ellas y advocaciones de Tonantzin u otras deidades, dependiendo de las potestades que se les atribuyeran.

            La Cihuacoatl es un excelente ejemplo de ello, como advocación de Tonatzin fue la encargada de moler los huesos de las personas de los cuatro primeros soles que Quetzalcoatl rescatara del inframundo, mezclándolos con la sangre del dios para formar el barro con el que dio forma a las mujeres y hombres del quinto sol.

            Al mismo tiempo, como advocación de la Yaocihuatl (Mujer Guerrera) era la deidad a quien se encomendaban las huestes guerreras antes de entrar en batalla y, como advocación de Quilaztli, una especie de oráculo que anunciara desgracias para quienes iban a entrar en batalla.

            Es sobre esta última potestad que ya en tiempos coloniales se le incluyó como parte de los “presagios funestos”, relatos orales que circulaban entre las poblaciones indígenas sobre supuestas visiones que avisaban de la llegada de los conquistadores europeos y las desgracias que traerían consigo, como una forma de reivindicación de un pasado glorioso en contraste con las condiciones de sumisión y vasallaje en las que incluso la élite indígena vivía, exponenciada infinitamente entre la población en general.

            Según este relato en los tiempos anteriores al arribo de la armada de Cortés a las costas veracruzanas, en las calles y canales de Tenochtitlán se vio a la Cihuacoatl en la forma de una mujer de larga cabellera negra, rostro pálido y ropajes blancos, que lloraba por el destino de su descendencia, en alusión a sus atributos de la madre creadora y de oráculo funesta.

            Obviamente estos relatos, surgidos ya cuando el régimen colonial se encontraba consolidado, al reivindicar la identidad indígena y sus deidades, convenían poco a las autoridades coloniales que les veían como un obstáculo para el proceso de evangelización y un peligro que podría exacerbar la resistencia indígena que, en realidad, persistió a lo largo de todo el periodo colonial.

            Así, desde las curias y parroquias, el aparataje eclesiástico utilizó a indígenas evangelizades, mestices y criolles para difundir distintas versiones del mito de la mujer que lloraba en las calles de la capital novohispana.

            En la más difundida de estas versiones se le despojaba por completo de todas sus potestades y atribuciones divinas, para transformarla en una mujer indígena de clase baja, amante de un peninsular acaudalado, con quien habría procreado a varias infancias (el número varía en cada versión). Cuando la esposa legítima del hombre arriba a la Nueva España desde la península ibérica, éste pone un fin abrupto al concubinato, amenazando a su antigua amante de que si su esposa llegara a enterarse, él mismo se encargaría de entregarla a las autoridades judiciales acusándola de comercio carnal.

            Asustada ante la posibilidad de terminar ante un tribunal del Santo Oficio, la mujer llevó a su descendencia hasta un río en el que les ahogó, volviéndose loca después de ello y recibiendo el castigo divino de vagar por las calles de la CDMX, en busca de hombres a quienes condenar mientras llora por el destino de sus hijes.

            Al igual que sucedió con otras historias que reivindicaban la identidad y la resistencia indígenas, como la de Eréndira entre les purépechas o la de Ixtab-Xtabay entre les mayas, se tomó a una figura femenina y se le transformó en un “espíritu funesto” no de reivindicación, sino de castigo.

            Es hasta tiempos muy recientes que la figura de la Llorona-Cihuacoatl empieza a ser reivindicada y a contarse completa, incluyendo sus orígenes divinos.

 

Mario Stalin Rodríguez

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