EL RETRATO DEL RETRATISTA
“Una buena novela nos cuenta la verdad sobre
su protagonista; pero una mala novela nos dice la verdad sobre su autor”.
Gilbert Keith Chesterton
Nunca he entendido el asunto de “separar a
la obra de su autor”, será, tal vez, que nunca he creído en la existencia de “El Arte” que se escribe en mayúsculas y
con negritas, sino más bien en creaciones artísticas hechas por personas, con
ideas específicas y en contextos particulares; con circunstancias sociales que
desean perpetuar o cambiar.
En
el fondo de la tan repetida frase, subyace la creencia casi religiosa de que “El Arte” es una especie de mana espiritual
que inmanence a través de “El Artista”,
como una especie de amanuense elegido, pero que es, en esencia, ajeno a éste.
Todo
lo cual es, por supuesto, profunda y elitistamente contradictorio. Porque
presupone, por una parte, la existencia de una especie de “casta de elegidos”
que pueden crear y entender “El Arte”
y que éste es, por ende, imposible por fuera de ellos. Pero, por otra parte y contradictoriamente,
se asume que estos “elegidos” lo son por algo ajeno y superior a ellos, por
completo independiente de sus características individuales y contextos sociales.
Por el contrario, entender el arte en minúsculas
y sin negritas, es reconocer el protagonismo de las personas que lo crean y la
trascendencia del contexto social y el momento histórico en los que surge.
Todo
el arte, toda creación artística, es un discurso; una “enérgica protesta, para
enseñar a la naturaleza cuál es su verdadera función”, como escribiría en su
momento Oscar Wilde.
En
esta lógica, la creación artística, como todo discurso, puede ser interpretada de
diversas maneras de acuerdo a la formación, bagaje cultural y opinión de cada
quien... Pero, como sucede siempre que se habla de opiniones, no todas las interpretaciones
son igual de válidas.
Más
allá del simplista “pues a mí me gusta y no me importa quién lo haya
escrito-pintado-esculpido-o-etcétera”, el discurso artístico surge de los
contextos personales y sociales de quien lo crea y es ante estos que se
posiciona, ya sea para perpetuarlos, alabarlos, criticarlos o hasta burlarse de
ellos (y estos es cierto incluso cuando no se pretende “retratarlos”, como en
las pinturas “no figurativas” de Pollok).
Y,
si la creación artística es una toma de posición, un infantil “¿me gusta?” no
es la pregunta adecuada para abordarle, porque el “gusto” es un asunto
profundamente subjetivo y habla mucho más de la persona que recibe el discurso
artístico que del contenido de éste.
Si
la creación artística es un discurso, para abordarle la pregunta pertinente no
es “¿qué me dice a mí como receptor?”, sino, primero, “¿quién lo creó y en qué
contexto surge?”, para poder responder, finalmente, “¿qué dice realmente el
discurso?”...
No se malinterprete, todo esto no quiere
decir que la creación artística esté condenada a los límites de quién la creara
y al contexto social y momento histórico en los que surge... Porque, por
supuesto, hay obras que trascienden a sus creadores y al contexto social y
momento histórico de los que surgieron.
Pero,
incluso para abordar éstas y entender el cómo y por qué lograron trascender, es
necesario conocer las características particulares de quien las creara y el
contexto social y momento histórico de los que trasciende.
Todo lo cual viene a cuento para establecer
que el invitar a un activista antiLGBT+, que considera la diversidad sexual “una
enfermedad” y así lo ha “defendido” en múltiples y diversos foros públicos, y
que además financia abiertamente grupos de odio y “terapias de reconversión”, a
un evento literario, escudándose en que se hacer “por su méritos literarios y
no por sus posiciones políticas”, es una pendejada.
Por
supuesto que la organización de cualquier evento tiene la absoluta libertad de
invitar a quien desee y por las razones que quiera, como es derecho del público
potencial del evento el reclamar que, al menos, se asuman estas razones de
manera abierta y honesta, para que este público pueda actuar en consecuencia
(no asistiendo a dicho evento o programando actos de reivindicación LGBT+ en el
mismo, por ejemplo).
Porque
si realmente les interesara abordar “La
Obra” de manera independiente al artista que la creara, se organizarían lecturas
de la misma y mesas de análisis sobre ésta, sin necesidad de invitar a un
activista antiLGBT+ a un espacio al que asisten miembros de las comunidades
LGBT+.
De
persistir en la intención de “separar a la obra de su autor”, invitando al
autor, se le está diciendo a los miembros de las comunidades LGBT+ que sus
derechos son mucho menos importantes que “la opinión” de un activista antiLGBT+,
simplemente porque éste es uno de los “Elegidos”
por “El Arte”.
Mario Stalin Rodríguez
Etiquetas: Apuntes sobre periodismo, Arte, Opinión, tratado sobre la necedad
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