miércoles, julio 19, 2017

Colaboraciones NO tan espontáneas III

Amor letal

Era hermosa, muy hermosa. Destacaba en aquel lugar lleno de muerte como una delicada figura de cristal de Swarovski en un basurero. Berg contemplaba hipnotizado su flameante cabello rojo y su esbelta figura envuelta en un ajado vestido de novia cuando escuchó los gruñidos que anunciaban a un grupo de zombis que, lentos pero decididos, se dirigían hacia el lugar en el que ella se encontraba.
Sin pensarlo demasiado, abrió la puerta dispuesto a socorrerla.
Ella, entonces, giró su rostro hacia él.
Berg se detuvo, aún en el porche de entrada, bruscamente paralizado por la visión que, al girarse, la muchacha había dejado al descubierto: un cuello desgarrado y cubierto de sangre, y un rostro hermoso pero inexpresivo que movía de un lado a otro, olisqueando el aire como un animal de presa.
Ya era tarde para aquella hermosa muchacha y Berg, apesadumbrado y asustado, volvió a entrar rápidamente en la casa cerrando la puerta tras sí, por fortuna sus compañeros se encontraban durmiendo porque sino -y a falta de otro tipo de diversión-- se habría convertido en su entretenimiento favorito durante días.
Berg volvió a la ventana desde donde había visto a la muchacha para continuar observándola. No podía dejar de mirar aquella belleza suya no mancillada del todo a pesar de la temible herida del cuello. Aún no había tomado el aspecto semi putrefacto de tantos otros y la palidez de su piel aún podía pasar por normal, debía haberse infectado hacía poco, no era raro que se hubiera confundido.
Sólo cuando sus compañeros se levantaron dejó Berg de observar a la muchacha e intentó concentrarse en otro tipo de cosas para dejar de pensar en ella, aunque sin demasiado éxito.
Al día siguiente volvió a la ventana pensando que la muchacha ya habría desaparecido pero con la secreta esperanza de que aún siguiera ahí. Al cabo de unos minutos la localizó, rondando la casa con un grupo cada vez mayor de zombis. Pronto se verían obligados a abandonar aquel refugio pues el número de no-muertos, atraídos por su olor, no dejaba de aumentar pero de momento él podía seguir disfrutando cuanto quisiera de la visión de aquella belleza no muerta.
La hermosa zombi se convirtió en el centro de su rutina diaria. Lo primero que hacía despertar era acercarse a la ventana y comprobar que ella aún seguía allí y luego se pasaba las horas muertas observándola e imaginando cómo habría sido antes de toda aquella mierda, cómo sería su risa, cómo sonaría su voz, qué cosas le gustarían y qué le disgustarían. Le creo una personalidad y una vida y, poco a poco, de modo casi inevitable, Berg acabó enamorado de ella o, más bien, de la “ella” que él había creado.
Sus compañeros no tardaron en percatarse de su obsesión y, al considerarlo un loco, optaron por vigilarlo estrechamente temiendo que, en cualquier momento, su demencia lo llevara a ponerse -a ponerlos a todos- en peligro.
Cuanto más días pasaban, más se obsesionaba Berg con la muchacha zombi y más se empecinaba en encontrar una forma de estar juntos y en su desquiciada mente fue surgiendo un plan para lograrlo. Un plan simple, fácil de llevar a cabo y que nadie podría descubrir porque no precisaba ni de ayuda externa ni de planificación. Lo único que necesitaba era encontrarse con los zombis y eso era algo que sucedía cada vez con mayor frecuencia.
La oportunidad le llegó en la siguiente salida para buscar alimentos. Sólo hubo de esperar uno de los múltiples ataques y hacer lo que debía para defenderse y defender a los demás: golpear, machacar y triturar. Con eso bastó para tener su bate chorreante de la sangre infectada de los monstruos. Aprovechando un momento en que los demás no le prestaban atención, Berg se llevó el bate a los labios y, conteniendo las arcadas, lamió la repugnante sangre.
Ahora él también estaba infectado y reunirse con ella sólo era cuestión de tiempo.
Regresó en silencio con todos los demás. Durante los días siguientes apenas habló ni comió, su vida se había reducido a contemplar a la muchacha del vestido de novia y vigilar su propio cuerpo buscando las señales indicadoras del avance de la enfermedad. La infección era rápida en actuar, comenzaba con náuseas, vértigos y un penetrante dolor de cabeza, luego llegaba la fiebre y, a partir de ahí, todo se precipitaba.
A los dos días de untar la herida con sangre infectada, Berg sintió las primeras náuseas. Por suerte para él ese mismo día se organizó una nueva expedición en busca de herramientas y algunas vendas, gasas, antisépticos, medicinas y cualquier otra cosa que ayudara a mejorar el escaso arsenal médico del que disponían. Salieron con las primeras luces del día, todos armados hasta los dientes. Berg llevaba consigo su inseparable bate y una escopeta, cruzadas sobre el pecho colgaban un par de cananas. ¿Quién lo iba a decir? Que él, pacifista recalcitrante, antibelicista, anti armas, anti violencia, anti todo aquello, se viera ahora obligado a utilizar aquellos artilugios a todas horas le resultaba irónico y casi cómico... al menos en los escasos momentos en que estaba de buen humor, el resto del tiempo no lograba encontrarle la gracia por ningún lado.
La exploración fue larga y fructífera, lograron cargar el cuatro por cuatro con cuatro con todo tipo de herramientas, medicamentos y material médico que encontraron. Tras el largo día, las extenuantes luchas y la tensión nerviosa, todos se encontraban eufóricos. Habían logrado sobrevivir unas horas más. Habían logrado vencer a los zombis. Se sentían fuertes, poderosos, casi invencibles. Cuando la adrenalina comenzara a bajar, retornaría la depresión pero, de momento, se sentían alegres y exultantes.
Ya de vuelta a casa, mientras descargaban, Berg fingió ir a investigar un ruido inexistente y se internó en un bosquecillo cercano. Los zombis no solían frecuentar aquella pequeña floresta, allí no entraban los humanos y los escasos animales que habían logrado huir de la voracidad zombi hacía tiempo que habían huido. Ese sería un buen lugar para pasar las últimas fases de la infección. Y si alguno de ellos se atrevía a acercarse, Berg podría defenderse... o eso esperaba. A lo lejos sus compañeros, apercibidos de su desaparición, gritaban su nombre. Lo buscarían durante un rato y luego desistirían convencidos de su muerte.
Berg se instaló bajo un árbol, el bate a un lado, las cananas al otro, la escopeta sobre sus piernas. Luego esperó. Esperó pensando en ella. Soñando con ella. El dolor era tan intenso que parecía que el cráneo se le iba a romper en mil pedazos, la fiebre lo mantuvo en un estado de delirio continuo durante horas. La muerte se acercaba a gran velocidad y él soñaba con el momento en que se produjera. Dentro de poco él también sería un zombi y entonces podrían estar juntos para siempre. Le daba igual que, en realidad, no pudiera haber interacción de ningún tipo entre ellos. Le daba igual que aquello no pudiera considerarse una relación humana. Daba lo mismo. El caso era estar con ella... como fuera.
            Y entonces la vio llegar.
            Olisqueaba el aire como un animal.
            El olor a carne humana la había guiado hasta allí. A ella y a tres zombis más que tras ella se acercaban al moribundo Berg.
            Él la contemplaba, extasiado. Una sonrisa iluminó su rostro. La fiebre lo mantenía en un estado de alucinación y delirio continuo. Berg no era consciente de lo que ocurría.
            Ella se aproximaba cada vez más con el paso torpe y anquilosado de todo zombi. Gruñía y salibaba como una bestia hambrienta. Desde aquella distancia eran fácilmente discernibles los estragos de la enfermedad y la muerte. Desde tan cerca, la bella no resultaba tan bella. Si Berg hubiera tenido sus facultades en perfectas condiciones, habría salido huyendo despavorido ante aquel ser monstruoso que apestaba a carne putrefacta. Pero la mente del hombre estaba al borde de la muerte y era incapaz de discernir entre lo real y lo imaginado. Él seguía viendo a una hermosa mujer, la mujer a la que amaba.
            La zombi, gruñendo y tropezando, llegó junto a él. Lo tomó del pelo. Echó hacia atrás su cabeza e, inclinándose hacia su cuello, se dispuso a devorarlo.
            Él, sin dejar de sonreír, tuvo tiempo de murmurar un “te amo” antes de que los dientes de la muchacha desgarraran su cuello.
Este texto y los anteriores (uno acá y el otra aquí) son fruto de las manos, mente y teclado de Nany Og... Una de las mejores escritoras que encontrarán ustedes rondando por estas redes del Monesvol.
Como podrán ver siguiendo los enlaces, la colaboración data de 2013... No la había mostrado porque tenía la firme intención de transformar este relato en un cómic... Pero entre una cosa y otra, fui postergando su elaboración... Sin olvidarla y reprochándome a mi mismo cada vez que no podía arrancar...
Y así habría seguido, si circunstancias extraordinarias y algo tristes no obligarán a que esta semana estos bites sufrieran una horda zombi... Así que, con perdón para Nany Og por la tardanza, retomemos el cuento y dediquémoslo a

IN MEMORIAN
George A. Romero
(1940-2017)
Porque siempre supo que, entre vivos y muertos,
hay que tener miedo de los vivos.

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