ASALTO MENTAL (02 de 02)
III
Los Planes.
La
primera reunión, en casa de Raúl, no fue fácil; de inmediato el pintor y el
taxista sintieron mutua antipatía. El primero no podía respetar demasiado a
alguien que tenía tan poco control sobre su vida y el segundo no podía
comprender a quien, teniendo todas las oportunidades, había decidido vivir sin
educación y tan lejos de la letra impresa.
Aquella noche no arrojó grandes avances, a
penas se limitaron a perfilar el plan de manera general y se comprometieron a
buscar, cada uno por su lado, el banco que cumpliera las condiciones mínimas
para la acción.
El asunto, mujer, es también un ensayo de libertad -escribe José en su cuaderno-. Es realizar una acción que me libere de tu presencia; algo tan irracional que impida a mi mente pensar en ti. Es inútil; aún estos planes, al negarte, te reafirman.
La
primera reunión, en casa de Raúl, no fue fácil, pero cambió sus vidas. Gilberto
conducía por las colonias de clase alta fijándose siempre en las sucursales
bancarias y en los edificios que las rodeaban; preguntándole al pasaje por el
tránsito de esas calles, incluso, brindándole especial atención ( y hasta
precios bajos) a los empleados bancarios que hasta esos lares trasportaba.
Raúl ojeaba con determinación todos los
planos de la ciudad que caían en sus manos, incluso cambió sus gustos; dejó de
lado las historietas de superhéroes para leer, con avidez, novelas policíacas.
José empezó a hablar con otras personas y a
prestar atención a lo que decían. No ya sólo limitarse a oír sin escuchar,
siempre pensando en los ojos de Elena. Incluso trató de evitar a la Maga,
intentando que su risa no distrajera con la belleza sus pensamientos.
Gilberto
lleva todas las noches de paseo a su novia; le regala flores sin motivo; le
obsequia bailes y cenas; incluso ha empezado a escribirle un poema.
La Guía
Roji, acompañada con un listado de sucursales y sus direcciones, brindaba
ayuda, pero no la suficiente. Cuando se volvieron a ver, seis meses después,
descubrieron que los meros datos físicos estaban incompletos; aún necesitaban
saber qué día habría la suficiente gente para cumplir con el plan.
La segunda reunión fue más fácil; los datos
precisos les permitieron elegir tres opciones. Cada uno, por su lado, se
encargaría de vigilar una de ellas, para saber cuál tenía mayor clientela y en
qué días se juntaba en ella más gente.
Ensaya
un nuevo estilo de pintura. Con trazos gruesos Raúl intenta retratar la
desesperación, la locura y, sobre todo, la belleza. Sin darse cuenta, sin
conocerla y sin proponérselo, en sus trazos empieza también a retratarla.
Al
terminar la tercera noche ya sabían qué banco robarían, incluso conocían la
fecha, pero los planes habían cambiado. Aquella noche se dieron cuenta de que
los tres solos, por muy decididos que estuvieran, no podrían con el paquete.
Así fue que Aurora y Beatriz se integraron al equipo.
Aurora, esposa de Raúl, pedagoga
desempleada; heredera no de una fortuna, pero sí de la cantidad de dinero
suficiente como para vivir sin demasiadas preocupaciones.
La Biblia es, en realidad, su única lectura
seria. Sólo de vez en cuando la acompaña con artículos banales de revistas
frívolas. Tal vez esté un poco loca, pero mirando los dos años de su hija
decidió heredarle un mundo donde eso no importara.
Beatriz, 20 años, estudiante de
Comunicación, empleada en un videoclub. Sabe que Gilberto, su novio, es una
persona normalmente centrada; amigo del ser práctico para todo y en todo. Lo
mira discutir sobre un evidente fracaso y se alegra por el cambio.
Sabe leer la vida, la escuela y la propia
experiencia le enseñaron. Mirando a Natalia, hija de sus anfitriones, decidió
compartir la locura de quien ama, sólo para saber si podrían compartir el
futuro.
Me
has arrebatado todo -insiste José en su cuaderno-; los pretextos para la vida, los
argumentos para la rutina. Ocupas todo mi paisaje. Pero no puedes quitarme mis
incoherencias y es por ello, mujer, que en sus paredes me refugio.
IV.
Los Hechos.
La
noche anterior José soñó con Troya.
En
la fila están, en abrumadora mayoría, los empleados de una oficina
gubernamental cercana; es día de quincena y aprovechan la hora de comer para
cambiar sus cheques. En la fila están también José, muy cerca ya de las cajas
y, casi hacia el final, Raúl, con el plástico bulto de una pistola de
chinampinas en el bolsillo del saco.
Cuando llega su turno, José pone el
portafolio sobre el mostrador; extrae de él un papel del tamaño de un cheque y
se lo entrega a la cajera.
Sucede
a veces, no se ofenda, pero sucede a veces que a los pequeños les da por
agredir a los gigantes -se lee en el papel, escrito con una vieja oliveti mecánica-.
Sucede a veces, no se ofenda, no es con usted; esto es un asalto y, por
supuesto, traemos armas. Ponga todos los billetes de la caja en el portafolio y
active la alarma. Puede quedarse algún billete, no se preocupe, por eso no hay
problema; lo que verdaderamente sería imperdonable es que se olvide de activar
la alarma.
Esa
misma tarde, muy lejos, la Maga pregunta a los mutuos conocidos por José, de
quien no ha sabido en días. No es que importe demasiado, es sólo que se había
acostumbrado a su amistad y su plática y ahora le parece extraño no tenerles.
No es que importe demasiado, también se ha acostumbrado a sus inexplicables
ausencias.
La
mirada extrañada y asustada que la cajera dirige a José es la señal. Raúl saca
la pistola de chinampinas de su bolsillo y finge un disparo hacia el techo. Lo
que sigue es confusión; gritos y atropellos; las personas voltean hacia el
hombre que se yergue con una pistola en las manos y miran desesperadas
alrededor, buscando un escape.
Raúl detona otra chinampina, el ruido suena
tan a un disparo que nadie de los presentes se da cuenta del pequeño tamaño del
arma y del que, pese a dos detonaciones ya, el techo no presenta ninguna
fisura.
Todos
al suelo -grita
el pintor-; esto es una declaración de amor.
En
ese mismo instante, muy lejos en la ciudad, un carterista se enamora
secretamente de su víctima, cuando en la cartera del hombre descubre una flor.
Las
detonaciones dan la señal. Gilberto, estacionado cerca del banco, envía dos
veces el mensaje que ya tenía escrito en el celular y sale del taxi con una
lata de pintura en aerosol en las manos.
Mientras la cajera llena de billetes el
portafolio y Raúl grita para que los clientes se tiendan en el piso; el taxista
pinta los cristales de la sucursal.
Abriremos
las grandes alamedas -escribe en letras grandes y rojas- y haremos caminar al hombre
libre.
A la
misma hora, en otra parte del país, una niña llega a una decisión. Toma el
cuchillo y se acerca al bulto que es su padre, tirado alcohólico en el sillón,
mientras su golpeada madre llora encerrada en su cuarto.
Los
mensajes fueron la señal. Al mismo tiempo, separadas por varias calles, Aurora
y Beatriz arrojan carritos de supermercado, llenos de pañales, hacia el tráfico
de dos grandes avenidas y echan a correr rumbo la estación del tren subterráneo.
En el cruce de las dos arterias urbanas, metros adelante, está el banco.
El caos vial que se provoca impedirá que
otros vehículos estorben la huida y dificultará enormemente que las patrullas
lleguen a tiempo.
“El
rey está desnudo”; se lee en cada uno de los pañales que abundan regados en
el pavimento.
En
ese momento, en otra parte del continente, el joven mira a la chica por enésima
vez; es solo un rostro más entre los cientos ahí reunidos. La mira de nuevo y
se decide, toma las pinzas y corta la reja de alambre que separa la fábrica
parada de sus obreros.
Salen
riendo del banco y entran cantando al auto compacto. Gilberto arranca y acelera
por la calle inusualmente vacía. Raúl extrae exactamente seis mil seiscientos
sesenta pesos del portafolio y se lo entrega a José.
El escritor introduce una carta en el
portafolio y lo cierra. Se detienen rápidamente en otra sucursal del mismo
banco y José entra en ella. Saltándose la fila llega hasta las cajas y entrega
el portafolio al joven que atiende la más cercana.
Esto
no les pertenece -dice
mientras sale corriendo-, pero igual se los dejamos.
Al
mismo tiempo, al otro lado del mundo, una mujer ajusta el cinturón de
explosivos a su abdomen. Mira de nuevo la foto de su hijo asesinado por los
ocupantes y recuerda el llanto de su hija. Seca sus lágrimas y se dirige hacia
el cuartel de los invasores.
Un
taxi pirata sin placas, idéntico a los miles que circulan por la ciudad, se
pierde por la avenida. Adentro un grupo imposible, tres caminos que en otras
circunstancias jamás se encontrarían.
Ríen y cantan, distribuyen el dinero en
cinco partes iguales. Gilberto pisa el acelerador, muy lejos empiezan a sonar,
inútilmente, las sirenas.
Esa
noche José soñó que la besaba.
Mario Stalin Rodríguez
Etiquetas: Memoría / olvido, off topic, tratado sobre la necedad
1 Comments:
LEERTE SIEMPRE ES Y SERÁ UN PLACER...
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