PERDIDES (y encontrades)
Imaginen que, de pronto y por cualquier razón, se encontraran en medio de una selva que jamás fue tocada por la civilización, poblada por dinosaurios y animales parlantes, una ballena que sirve de transporte y un erizo que se dedica a vender petróleo.
Sin
contacto con otras personas, se ven obligados a reinventar todo desde cero; lo
mismo la televisión que la ropa, sin más recursos a su disposición que piedras
y algunas lianas.
Afortunadamente,
la región está llena de cuevas que les sirven de refugio a ustedes y a otros
habitantes del lugar, como el señor Triceratops que vende un delicioso jugo de
liana o el lagarto que les proporciona ciertas herramientas hechas, por
supuesto, sólo con ramas.
Y
ya que estamos imaginando, imaginen que esta selva se encuentra custodiada por
unos seres extraños que nunca se internan en ella, pero la rodean atentos y
que, si alguna vez les descubrieran ahí, los expulsarían y les prohibirían para
siempre el regresar.
Toda
una aventura, ¿verdad?
Cuando su mamá y nosotros éramos pequeñes,
tan pequeñes como ustedes y desde un poco más pequeñes que ustedes y hasta un
poco más viejes que ustedes ahora, pasábamos muchas de nuestras tardes en la
Escuela Nacional de Antropología e Historia, la ENAH, en donde su abuela Tere
trabajaba.
Ello
porque la escuela terminaba temprano (a las 12:30 del día) y, sin nuestro padre
en casa y sin la posibilidad de pagar a alguien para que nos cuidara, su abuela
Tere consideraba que tenernos en su trabajo era una manera de mantenernos
vigilados para que, por ejemplo, no incendiáramos la casa tratando de cocinar
nuestra comida.
Pero
la tarde es larga y no siempre es fácil mantener a unes pequeñes quietes en una
oficina, mucho menos en tiempos anteriores a las computadoras, celulares y
tabletas... Así que dejábamos a su abuela Tere trabajando en sus cosas y
recorríamos la ENAH.
Entrábamos
a los salones vacíos y jugábamos a ser maestres y alumnes, cazábamos
chapulines, tallábamos obsidianas, visitábamos a compañeres de su abuela en el
taller de impresión, el área de Servicios Generales y otras oficinas.
Jugábamos
con otros niñes que, como nosotres, acompañaban a sus madres al trabajo... Y,
sobre todo, jugábamos en la Región Prohibida.
En la parte de atrás de la ENAH había, y
hay todavía en estos días, una pequeña área de reserva ecológica. No es muy
grande, a lo mucho un rectángulo de unos 80 por 30 metros (esto es, si recuerdo
el asunto de las matemáticas en primaria, un perímetro de unos 320 metros y un
área de unos 2,400 m2), pero para unos pequeñes eran todo un mundo.
Le
llamábamos “Región Prohibida” porque para llegar a ella era necesario cruzar a
través del área de los laboratorios de hosteografía (donde estudiaban los
huesos), un largo pasillo sin ventanas al que, además, se supone que no
teníamos permitido el acceso. O cruzar a través de las entradas de vehículos al
auditorio, dos rejas metálicas que debíamos pasar pisando una pequeña barra y
agarrades a los barrotes. O bien a través de la trave del ventanal de la
dirección de la escuela (que, afortunadamente, casi siempre tenía las cortinas
cerradas).
También
le llamábamos así porque, obviamente, al ser un área de reserva ecológica, no
se supone que unes niñes anden correteando y peleando con “espadas” de ramas
por ahí... Lo que tiene su lógica, porque hablamos de una zona de pedregal en
la que podríamos habernos caído y herido o roto algo y sin nadie que nos
vigilara aquello podría haberse puesto difícil; afortunadamente nunca pasó nada
de eso.
Y
le llamábamos así porque si alguna persona nos descubría ahí, sobre todo si
esta persona era, por ejemplo, algún policía de los que cuidan y vigilan la
escuela; nos sacaban de ahí, nos regañaban y nos llevaban con su abuela, a
quien también regañaban.
Y
le llamábamos así, principalmente, porque a su abuela Tere no le gustaba que
jugáramos ahí; no sólo por el asunto de que nos pudiera pasar algo o de que nos
regañaran y la regañaran, sino porque jugábamos entre tierra, piedras, plantas
y resina vegetal, aquello dejaba nuestra ropa en estado lamentable (y recuerden
que llegábamos a la ENAH después de la escuela, por lo que traíamos el uniforme
que, además, teníamos que usar al otro día... Lo que ya era malo en cualquier
día y peor los Lunes, porque esos días usábamos uniforme blanco, que
definitivamente no se lleva bien con la tierra, las piedras, las plantas y la
resina vegetal).
Le
llamábamos la Región Prohibida y a ésta íbamos a perdernos, a vivir aventuras
con una ballena que no era sino una gran roca volcánica y un erizo que era sólo
una planta quemada, a pelear con espadas que eran simples ramas que manchaban
nuestras manos y ropa de resina vegetal.
Ahí
nos perdíamos por horas, “hablando” con dinosaurios parlantes que sólo eran
voces en huecos vacíos entre la roca volcánica y “habitando” cavernas que sólo
eran pequeños techos de roca, atravesados por lianas y raíces.
Ahí
nos perdíamos y éramos felices por horas... Hasta que llegaba el tiempo de ir a
casa a comer y hacer tareas, a ser regañados por lo sucio de nuestros uniformes
y a dormir, para al otro día ir a la escuela y regresar a la ENAH y aburrirnos
junto al escritorio de su abuela Tere, para explorar la ENAH y, si había
suerte, perdernos en la Región Prohibida.
Y así crecimos, su mamá y nosotros,
perdiéndonos y encontrándonos.
Y
así crecimos, su mamá y nosotros... Y la vida nos llevó lejos de la Región
Prohibida, pero seguimos perdiéndonos y encontrándonos en cada parte de
nuestras vidas. Y seguimos inventándonos mundos nuevos para perdernos y
encontrarnos en ellos, no sólo como hermanes que sólo comparten un apellido,
sino como exploradores, como cómplices, como compañeres.
Y
será que de eso se tratan todas estas palabras y el ir creciendo, de seguir
encontrándonos como hermanes, exploradores, cómplices y, sobre todo,
compañeres.
Mario Stalin Rodríguez.
Texto escrito por petición de mi hermana Teresa, para el "Libro de la Familia" del colegio en el que estudian mis sobrinos.
Etiquetas: off topic, tratado sobre la necedad
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