jueves, abril 25, 2013

INDIGNO

Nota personal: Siempre he sido bastante de Taurinos al Código Penal. La llamada fiesta brava, lo reconozco sin pudor, es un mundo del que no sólo desconozco muchas cosas, sino que, además, estoy orgulloso de ello y no siento ninguna necesidad de hacer algo al respecto. El texto es, entonces, un acercamiento a un mundo que me resulta oscuro y profundamente despreciable, así que, si alguien tiene algún tipo de simpatía, aunque sea remota, por la tauromaquia, sus practicantes y los subnormales que acuden a aplaudir el espectáculo, tal vez sea buena idea que no continúe leyendo...


instrucciones para provocar a los bárbaros

El primer indicio de que algo había cambiado, llegó aquella tarde cuando él, después de la lenta y penosa recuperación, regresó al ruedo poco más de un año después de la cornada que apoco estuvo de costarle la vida. Apareció ante la multitud expectante, paseándose a través de la arena sin el traje de luces, con ropa cómoda; unos simples pantalones holgados y una camisa blanca.
                La gente no supo bien qué pensar, pero su actuación de aquella tarde los hizo olvidar su peculiar vestuario, al final el juez de la plaza le concedió orejas y rabo.
                La crítica especializada lo ensalzó. Lo del traje, decían, era un mero excentricismo al que tenía derecho después de la experiencia vivida.
                Poco después empezó a exigir conocer el estado del toro antes de la corrida, poder verlo en los corrales y asegurarse de que no estuviera drogado ni mal alimentado o químicamente estreñido... Más o menos por ese tiempo, fue que empezó a pedir a los baderilleros y otros ayudantes, que se mantuvieran siempre tras la barrera.
                “Suicida”, lo llamaban algunos.
                La gente empezó a llenar las plazas en sus representaciones. Era un espectáculo verlo, sus lances eran cada vez más arriesgados, su actitud cada vez más temeraria.
                Lo alababan, en cada corrida se le concedía la máxima recompensa, salía siempre en hombros del público tras una vuelta al ruedo en medio de una lluvia de flores... Sin embargo algo se notaba en el ambiente, una cierta actitud de descontento en el público, sobre todo entre los más asiduos.
                Él ya no hablaba con la prensa. Sus más cercanos contaban de un retraimiento. Algunos, sobre todo los de las primeras filas, mencionaban una extraña sombra que cruzaba su rostro en el momento justo antes del estoque.
                Una tarde, se negó a matar...
                Su actuación, como siempre, fue espectacular y temeraria. Sin embargo, cuando llegó el momento y el juez de plaza le indicó que era tiempo de matar, él sólo clavó el espadín en la arena y se apartó del camino del toro... Así lo hizo, una y otra vez...
                La gente empezó a gritar, el juez de plaza exigía el sacrificio del animal, pero él, simplemente, se limitaba a quitarse del camino de la bestia a cada embestida...
                Poco a poco los ánimos fueron subiendo.
                Sería imposible precisar en qué parte del graderío o por qué razones empezó, pero pronto la batalla se extendió por todo el público y llegó hasta la barrera. Las cuchillas de las banderillas encontraron su reposo entre los ojos de una mujer que, airada, exigía a sus portadores que entraran a matar al toro.
                La visión de la sangre enardeció, si esto era posible, aún más las cosas... En las gradas y tras la barrera, no se vivía ya una trifulca, sino una masacre.
                Él se limitó a abrir la puerta de los corrales y dejar salir a un toro asustado por el ruido de una multitud sedienta de muerte. Miró sobre su hombro y salió tras la bestia, a sus espaldas, el público pagaba por una vez el sacrificio de sangre que la arena exige.

Mario Stalin Rodríguez

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