tratado sobre la necedad (01)
Reflejo de sí mismo, el Poder no percibe del mundo sino su propio espejo; "En él -se dice a sí mismo- se resume la realidad y su posible". Nada fuera de él existe, nada contra él se puede; nada contra él se debe. En su realidad se engloba todo y sus leyes (es decir; las de quienes él representa) gobiernan la vida cotidiana, el pasado, presente y, sobre todo, el estático futuro.
I
A todo esto, Marx tenía razón; todo orden imperante se define por la oposición de contrarios, pero sólo una visión maniquea y simplista de esta afirmación, vería en ella únicamente la confrontación entre explotados y explotadores. Tanto más, dentro de cada orden establecido de relaciones sociales, subyace la confrontación, encuentro y acuerdo entre una multitud de grupos y subgrupos de interés.
Todo se reduce, finalmente, a identificar al Poder por su discurso, su rostro y, sobre todo, por aquellos a quienes representa, es decir; los intereses que tras la máscara y ubicación del Poder se encuentran. Es decir; no hay un Poder, sino poderes. Hegemon no es uno ni único, su nombre y número es legión.
En Hegemon se encuentra, sí, el poder político, pero no solamente éste. En él convergen también los poderes económicos, militares, culturales, espirituales y etcétera. Que no se engañe nadie, no siempre son los mismos.
Nada es más sencillo (ni, por tanto, más peligroso) que banalizar al Poder otorgándole un sólo rostro y una sola ubicación. Nada más simple que personalizar su manifestación y nada más peligroso que la idea de derrotar a un rostro, creyendo que con ello se derrota al Poder.
Hegemon es uno, sí, pero sus rostro son múltiples. Hegemón es uno, sí, pero sus tentáculos se mueven a lo largo y ancho del orbe, aunque su centro se encuentre en un único sitio (y no necesariamente sólo ahí). Hegemon, queda escrito, tiene de sí muchos rostros y uno de ellos se presenta como figura central. En torno al rostro del moderno dictador las máscaras de los dictadorzuelos regionales se aglutinan y su favor parecen implorar.
Pero no es esta máscara (finalmente, sólo una máscara) quien reparte simpatías y favores a lo largo del orbe, sino el gran capital y sus operadores. Es decir; Hegemon no es la máscara que se presenta, sino el sistema al que representa y sirve; el del gran capital, las firmas trasnacionales que controlan y mueven el 85% de la riqueza mundial.
Son ellas Hegemon y, como queda escrito, su centro es uno, pero sus tentáculos y manifestaciones están presentes a lo largo del orbe. La mayor parte de ellas tiene sus oficinas corporativas en territorio estadounidense, la mayor parte de ellas se compone, principalmente, de capital de origen norteamericano; es cierto, pero no es toda la verdad.
La firmas estadounidenses mueven sus maquiladoras a territorios donde las leyes laborales les permiten mayores ganancias y menores responsabilidades. Delegan parte del proceso de producción a pequeñas compañías, deslindándose de sus prácticas feudales. Mueven sus capitales aprovechándose de políticas fiscales de carácter local.
Otros actores juegan con las mismas reglas; las firmas Europeas o Asiáticas siguen los mismos caminos y mecanismos. Sony o BBVA (sólo por mencionar ejemplos paradigmáticos) tienen las mismas prácticas, tal vez a menor escala, y los mismos objetivos.
Son ellas Hegemon, las directas beneficiarias del orden imperante. Dentro de sus filas se aglutinan también, no se dude, los representantes de los grandes medios de comunicación, los militares; los conservadores de toda índole.
Hegemon no es uno ni único, su nombre y número es legión. Los directos beneficiarios del orden imperante de las cosas. Los principales interesados en que nada cambie y todo permanezca o en que todo cambie y todo permanezca.
Un solo futuro busca Hegemon, el de su perpetuidad. Su discurso es su propia referencia, su verdad universal. Aristóteles, en los diálogos de Platón, justificaba que algunos hombre nacieran libre y otros esclavos, porque así es su naturaleza. Llámeseles faraones, césares o reyes, los monarcas de la historia justificaron su dominación por el derecho divino (dése aquí a la divinidad el nombre y número que se quiera).
A lo largo de la historia, múltiples han sido las caras de Hegemon y múltiples los discursos por los cuales ha intentado justificarse: El poder moderno quiere ser racional, y todo su discurso procura demostrar que lo es.
Su discurso es la ideología. Y ese discurso, en efecto, justifica al poder de manera racional, por el consenso o la necesidad, disimulando lo que el poder comporta de esencial: el hecho de que él sigue siendo sagrado para los que lo ejercen, que lo debe ser para los que lo sufren, y que supone una amenaza de violencia para los que lo rechazan.
El poder, bajo su forma más moderna, más racional, sigue siendo sagrado porque perpetúa, amplificándolos, los dos rasgos en los cuales se reconoce lo sagrado: el sacrilegio y el sacrificio. Por un lado, califica de violencia –“crimen”, “sabotaje”, “atentado”, “terrorismo”, etc.- todo lo que lo amenaza o simplemente lo cuestiona. Por el otro, se arroga el derecho de regir la vida de los hombres, finalmente de sacrificarla. El poder sigue siendo sagrado, pero no lo dice. Dice otra cosa. Desmiente su objetivo básico con un discurso racional cuyo papel es el de legitimarlo por otra vía. La ideología es la disimulación de lo sagrado.
Para ello a Hegemon no le basta con su discurso, sino que debe apropiarse del lenguaje, de la referencia, del contexto; a fin de que, a la manera del newspeak de la imaginaria Oceanía, sólo dentro sus límites pueda darse la comunicación. A Hegemon no le basta su discurso, necesita que sólo su discurso exista, que sólo su voz sea escuchada.
Supongamos que un político “liberal” nos planteara la cuestión siguiente: “¿Usted no piensa que la defensa del mundo libre exige un importante poder atómico de disuasión? Sea cual fuere nuestra respuesta, algo quedó sin cuestionar en la pregunta: el presupuesto de que existe un “mundo libre” amenazado por otro mundo que no lo es. Esta oposición maniquea entre una zona de luz y una zona de tinieblas es precisamente lo sagrado que se disimula bajo la forma racional de la pregunta.
La mentira, para legitimarse, requiere de ser ella misma su marco de referencia, su propio metadiscurso. Hegemon se apropia del lenguaje, de los términos y de los sentidos; hasta que el lenguaje mismo se vuelve incomprensible fuera de los límites de Hegemon.
Toda ideología tiende a ser totalitaria por el simple hecho de que trata de confiscar la palabra en su beneficio. Los medios de esta confiscación son muy diversos. Medios físicos, como el aporreamiento de los opositores. Medios institucionales y jurídicos, como los que aseguran el monopolio de la palabra en el ejército, en la iglesia, en la escuela, en la medicina, en tal partido o en tal sindicato. Medios psicológicos, como los de la publicidad y la propaganda. En suma, toda ideología lucha por tomar la palabra y confiscarla. Su lucha no se efectúa sin hacerse acompañar de cierta violencia.
Pero, sobre todo, Hegemon se apropia de la palabra presentando su discurso encubierto: Los procesos ideológicos constituyen ante todo una interferencia de funciones, la disimulación ideológica implica el camuflaje de una función del lenguaje por otra. La ideología no dice jamás la razón verdadera de lo que dice. Las palabras de Hegemon se nos presenta como ficciones, campañas publicitarias o hechos noticiosos.
Todos ellos, no se dude, justifican al poder. Tanto más, son parte de Hegemon; en el mundo contemporáneo, tener medios de comunicación significa tener poder. Porque a Hegemon no le basta apropiarse del lenguaje, necesita también apropiarse del deseo, del proyecto de los individuos.
En tanto los ensueños colectivos no son precisamente “asociaciones libres” (Freud), sino sueños controlados, el apaciguamiento característico del final feliz aceptable, se construye a partir de la violencia “benévola” (¿benevolencia?) de quienes defienden la ley y el orden del mundo analítico. Los ensueños colectivos nos permiten sacar a pasear nuestro propio loco interno, con la seguridad de que al final será puesto de nuevo a buen recaudo por el héroe policíaco de la serie.
¿En qué se finca este control; de donde deriva su formidable eficacia para contrarrestar en la práctica el poder revolucionario potencia (de los ensueños colectivos)? Básicamente la deriva del hecho de insertar sus orientaciones específicas de apoyo al poder organizado en una síntesis de deseos de carácter universal y expectativas comunes de un consumo creciente.
Los ensueños controlados por Hegemon no hablan de cambio, sino de perpetuidad.
Hegemon, queda escrito, se apropia también del referente. No en tanto inventar una realidad distinta a la existente (ello se da, en realidad, pocas veces y, casi siempre, es fácil detectarlo), sino en hacer que el individuo vea ésta de una forma determinada.
Para inducir a alguien a error y así modificar su conducta, tampoco hace falta suministrarle una representación enteramente falsa de la situación; basta con engañarle acerca de un número limitado de puntos. Para suscitar determinado comportamiento hay que dar ciertas informaciones, y para suscitar un comportamiento diferente hay que dar otras.
Queda escrito, no es que los grandes medios de comunicación se encuentren al servicio de Hegemon, es que ellos son parte de Hegemon. Ya no es necesario que el poder inserte censores en los canales de transmisión de la información, ellos, en tanto parte y beneficiarios del orden imperante, reproducirán el discurso de Hegemon, ya que es su propio discurso.
En ellos las noticias se presentan como hechos aislados y no como partes del fenómeno multidimensional que es la realidad; se presentan desagregadas, buscando evitar que se obtengan conclusiones críticas a partir de su integración en unidades coherentes, en fenómenos o procesos significativos y sintéticos.
A ello agréguese que la noticia es presentada no siempre en el contexto que le corresponde, sino que, de hecho, se le crea el contexto. Una imagen no dice lo que representa, sino lo que a ella acompaña (la música, si es en blanco y negro o a color, la noticia que le precede o sucede, etcétera), el discurso en el que se presenta.
No sólo qué y cómo presenta las noticias, sino (y sobre todo) a través de qué medio. No se malinterprete, no la visión simplista (ingenua, estúpida) de creer que el medio es el mensaje, sino la aceptación de que cada medio, en tanto poseedor de características específicas y propias, presenta de manera distinta los mensajes. El medio no es el mensaje, pero el canal sí modifica el mensaje.
O, al menos, la forma en que éste se recibe: De entre los medios de difusión, la radio y sobre todo la televisión, desempeñan un papel específico y poseen una fuerza de persuasión mucho mayor que la del texto impreso. La televisión, en efecto, ofrece un espectáculo global, puesto que moviliza la vista, el oído, y hasta el tacto; y un espectáculo fugitivo, porque cada secuencia desaparece sin que se le pueda hacer volver. Si se agrega que la imagen parece tener validez de prueba –“la imagen no miente”, se dice con frecuencia-, se comprende que es infinitamente más difícil reflexionar sobre un mensaje televisivo que sobre un mensaje impreso.
En este sentido, los medios de difusión modernos, y en primer término la radio y la televisión, son un instrumento al servicio del poder, político y comercial. Y lo son no sólo porque transmiten sus mensajes a millones de individuos, sino porque dejan a estos individuos pasivos, desarmados, sin voz, sin pensamiento.
Así, si Hegemon domina el lenguaje, el referente, los proyectos y el contexto; suya es la única voz autorizada para reconocer qué es la realidad y cuál es la verdad: El argumento de autoridad está explícitamente admitido por las religiones, que se refieren a una Palabra o a un libro considerados como sagrados. Las ideologías, aun las más laicas, utilizan el mismo procedimiento, pero racionalizándolo.
Se trata de una racionalización en el sentido freudiano, que consiste en enmascarar la creencia ciega e infantil en la autoridad del jefe.
Hegemon es, entonces, el alfa y el omega. Suya es la única voz y suya es la verdad, la única verdad posible. La alternativa, nos dice Hegemon, es el caos; la perdición (parafraseando al clásico: quien de aquí salga, abandone toda esperanza).
Para justificarse a sí mismo y, sobre todo, ante quienes pretende gobernar, Hegemon necesita de su némesis, un otro identificable pero difuso. Para justificarse a sí mismo y, sobre todo, ante quienes pretende gobernar, Hegemon necesita a Masiosare.
¡Nunca deja de hablar contra alguien! El discurso que la ideología monopoliza, que trasmite a través de los medios de información, de educación escolar y para scolar, utilizando las elecciones y las asambleas políticas, por medio del arte y la literatura, o por el lavado de cerebro, este discurso se dirige siempre a otro discurso: un discurso virtual, pero sin el cual no se comprendería ese incesante ponerse en guardia del discurso oficial.
Necesitamos dejar clara la diferenciación entre el Poder y sus representantes, sí; como menester es el no por ella obviar la importancia de ninguno de los dos, porque es, precisamente, a través de sus máscaras que el Poder actúa.
No es de subestimarse la importancia de los actores individuales en las estrategias del Poder, ni en las consecuencias que éstas traen de sí para quienes no son Poder. Porque diferente sería el camino (si bien la meta la misma) de recibir la máscara del Poder otro nombres y no los actuales.
Si bien, como queda dicho, es el régimen mundial sólo el representante central de quienes el verdadero poder (el económico) detentan; no es por ello menos protagónico su papel. Es a través de las políticas militaristas que el imperio afianza su hegemonía en el orbe; es a través de la reducción de las libertades y conquistas civiles que el imperio asegura su permanencia.
Dos frentes dependen de la figura que a Hegemon representa, a saber; la supremacía internacional y la quietud interna en la cede del imperio. No pueden lograrse los objetivos del Poder sin un brazo armado que garantice sus prácticas, como no puede garantizarse su estabilidad sin un discurso que asegure la tranquilidad.
Es decir; al exterior de Hegemon, éste se presenta a sí mismo con el rostro de la dominación armamentística; no hay ejército más poderoso ni mejor preparado que él y por ello, sus aliados locales pueden sentirse seguros.
Aún en la lógica de localización de conflictos y la legación de responsabilidades sobre fuerzas locales (o bien su derivado, la mercenarización de los ejércitos), es la supremacía tecnológica, de inteligencia y organizativa la que da sustento a los dictadorzuelos regionales.
Para asegurar esta supremacía militar Hegemon necesita, por supuesto, la tranquilidad en su escenario local, a fin de poder canalizar los recursos económicos necesarios, aún a costa de la seguridad social de sus propios ciudadanos. Para ello ha encontrado dos perfectas excusas, la seguridad y el nacionalismo.
Mientras desmantela la seguridad social, el sistema educativo y los derechos laborales, Hegemon distrae a sus ciudadanos (el posesivo jamás a sido mejor empleado) con la amenaza de la inseguridad mundial, presentando al extranjero, al otro, como terrorista, como enemigo de la libertad.
Con este pretexto, el del enemigo que se mueve en las sombras, aún dentro de las propias fronteras, es que se justifica la disminución de las libertades políticas aún para los propios ciudadanos e, incluso, para los integrantes individuales de Hegemon. Toda disidencia, aún la interna, es acallada con el pretexto de apología del terrorismo.
Es también el otro, el extranjero el que da sustento al nacionalismo. La política laboral que ataca la colectividad y transforma al trabajador en individuo y no en parte de una clase, se funda en el argumento de las plazas laborales ocupadas por inmigrantes ilegales (con todo y el abaratamiento de la mano de obra que ellos implican). El otro, el extranjero, por su mera presencia pone en peligro la seguridad laboral e, incluso, la naturaleza de su cultura; así habla Huntington.
Estos son los argumentos de Hegemon y, casi literalmente, son repetidos a su debida escala por los representantes regionales de éste en todas las partes del orbe. Reciba la amenaza el nombre de narcotráfico, Terrorismo internacional o intereses extraños (que lo mismo mueven a Gobiernos legítimamente establecidos, que a guerrillas tradicionales o a movimientos populares de nuevo tipo).
Los dictadorzuelos regionales, por supuesto, utilizan estos argumentos también para justificar su dependencia de la ayuda y asesoría militar y de inteligencia de la metrópoli.
Quienes estos argumentos ponen en duda son inmediatamente, tachados de enemigos; por apología del terrorismo o por estar coludidos con el narcotráfico; por ser, de sí, un peligro para su país.
De Hegemon es el monopolio de la palabra y, sobre todo, el de la violencia. Ello es importante, porque aun considerándose a si mismo eterno, Hegemon reconoce un peligro: Siempre puede denunciarse que lo que está rodeado de honor y aparato es “farsa”, siempre hay algún niño o alguien fuera del juego que es del caso que puede decir que el rey va desnudo. Cuanto más “verdadero” se proclame un hecho de poder, una palabra de poder, más se arriesga a ser denunciada por mentira.
El otro no tiene derecho a la palabra, no tiene derecho a la violencia. Porque Hegemon reconoce la violencia en la palabra y sabe que la palabra no sólo es poder; también es contrapoder. Por eso, busca Hegemon a quienes repitan sus palabras, no ya como mentiras, sino creyéndolas verdad.
I
A todo esto, Marx tenía razón; todo orden imperante se define por la oposición de contrarios, pero sólo una visión maniquea y simplista de esta afirmación, vería en ella únicamente la confrontación entre explotados y explotadores. Tanto más, dentro de cada orden establecido de relaciones sociales, subyace la confrontación, encuentro y acuerdo entre una multitud de grupos y subgrupos de interés.
Todo se reduce, finalmente, a identificar al Poder por su discurso, su rostro y, sobre todo, por aquellos a quienes representa, es decir; los intereses que tras la máscara y ubicación del Poder se encuentran. Es decir; no hay un Poder, sino poderes. Hegemon no es uno ni único, su nombre y número es legión.
En Hegemon se encuentra, sí, el poder político, pero no solamente éste. En él convergen también los poderes económicos, militares, culturales, espirituales y etcétera. Que no se engañe nadie, no siempre son los mismos.
Nada es más sencillo (ni, por tanto, más peligroso) que banalizar al Poder otorgándole un sólo rostro y una sola ubicación. Nada más simple que personalizar su manifestación y nada más peligroso que la idea de derrotar a un rostro, creyendo que con ello se derrota al Poder.
Hegemon es uno, sí, pero sus rostro son múltiples. Hegemón es uno, sí, pero sus tentáculos se mueven a lo largo y ancho del orbe, aunque su centro se encuentre en un único sitio (y no necesariamente sólo ahí). Hegemon, queda escrito, tiene de sí muchos rostros y uno de ellos se presenta como figura central. En torno al rostro del moderno dictador las máscaras de los dictadorzuelos regionales se aglutinan y su favor parecen implorar.
Pero no es esta máscara (finalmente, sólo una máscara) quien reparte simpatías y favores a lo largo del orbe, sino el gran capital y sus operadores. Es decir; Hegemon no es la máscara que se presenta, sino el sistema al que representa y sirve; el del gran capital, las firmas trasnacionales que controlan y mueven el 85% de la riqueza mundial.
Son ellas Hegemon y, como queda escrito, su centro es uno, pero sus tentáculos y manifestaciones están presentes a lo largo del orbe. La mayor parte de ellas tiene sus oficinas corporativas en territorio estadounidense, la mayor parte de ellas se compone, principalmente, de capital de origen norteamericano; es cierto, pero no es toda la verdad.
La firmas estadounidenses mueven sus maquiladoras a territorios donde las leyes laborales les permiten mayores ganancias y menores responsabilidades. Delegan parte del proceso de producción a pequeñas compañías, deslindándose de sus prácticas feudales. Mueven sus capitales aprovechándose de políticas fiscales de carácter local.
Otros actores juegan con las mismas reglas; las firmas Europeas o Asiáticas siguen los mismos caminos y mecanismos. Sony o BBVA (sólo por mencionar ejemplos paradigmáticos) tienen las mismas prácticas, tal vez a menor escala, y los mismos objetivos.
Son ellas Hegemon, las directas beneficiarias del orden imperante. Dentro de sus filas se aglutinan también, no se dude, los representantes de los grandes medios de comunicación, los militares; los conservadores de toda índole.
Hegemon no es uno ni único, su nombre y número es legión. Los directos beneficiarios del orden imperante de las cosas. Los principales interesados en que nada cambie y todo permanezca o en que todo cambie y todo permanezca.
A lo largo de la historia, múltiples han sido las caras de Hegemon y múltiples los discursos por los cuales ha intentado justificarse: El poder moderno quiere ser racional, y todo su discurso procura demostrar que lo es.
Su discurso es la ideología. Y ese discurso, en efecto, justifica al poder de manera racional, por el consenso o la necesidad, disimulando lo que el poder comporta de esencial: el hecho de que él sigue siendo sagrado para los que lo ejercen, que lo debe ser para los que lo sufren, y que supone una amenaza de violencia para los que lo rechazan.
El poder, bajo su forma más moderna, más racional, sigue siendo sagrado porque perpetúa, amplificándolos, los dos rasgos en los cuales se reconoce lo sagrado: el sacrilegio y el sacrificio. Por un lado, califica de violencia –“crimen”, “sabotaje”, “atentado”, “terrorismo”, etc.- todo lo que lo amenaza o simplemente lo cuestiona. Por el otro, se arroga el derecho de regir la vida de los hombres, finalmente de sacrificarla. El poder sigue siendo sagrado, pero no lo dice. Dice otra cosa. Desmiente su objetivo básico con un discurso racional cuyo papel es el de legitimarlo por otra vía. La ideología es la disimulación de lo sagrado.
Para ello a Hegemon no le basta con su discurso, sino que debe apropiarse del lenguaje, de la referencia, del contexto; a fin de que, a la manera del newspeak de la imaginaria Oceanía, sólo dentro sus límites pueda darse la comunicación. A Hegemon no le basta su discurso, necesita que sólo su discurso exista, que sólo su voz sea escuchada.
Supongamos que un político “liberal” nos planteara la cuestión siguiente: “¿Usted no piensa que la defensa del mundo libre exige un importante poder atómico de disuasión? Sea cual fuere nuestra respuesta, algo quedó sin cuestionar en la pregunta: el presupuesto de que existe un “mundo libre” amenazado por otro mundo que no lo es. Esta oposición maniquea entre una zona de luz y una zona de tinieblas es precisamente lo sagrado que se disimula bajo la forma racional de la pregunta.
La mentira, para legitimarse, requiere de ser ella misma su marco de referencia, su propio metadiscurso. Hegemon se apropia del lenguaje, de los términos y de los sentidos; hasta que el lenguaje mismo se vuelve incomprensible fuera de los límites de Hegemon.
Toda ideología tiende a ser totalitaria por el simple hecho de que trata de confiscar la palabra en su beneficio. Los medios de esta confiscación son muy diversos. Medios físicos, como el aporreamiento de los opositores. Medios institucionales y jurídicos, como los que aseguran el monopolio de la palabra en el ejército, en la iglesia, en la escuela, en la medicina, en tal partido o en tal sindicato. Medios psicológicos, como los de la publicidad y la propaganda. En suma, toda ideología lucha por tomar la palabra y confiscarla. Su lucha no se efectúa sin hacerse acompañar de cierta violencia.
Pero, sobre todo, Hegemon se apropia de la palabra presentando su discurso encubierto: Los procesos ideológicos constituyen ante todo una interferencia de funciones, la disimulación ideológica implica el camuflaje de una función del lenguaje por otra. La ideología no dice jamás la razón verdadera de lo que dice. Las palabras de Hegemon se nos presenta como ficciones, campañas publicitarias o hechos noticiosos.
Todos ellos, no se dude, justifican al poder. Tanto más, son parte de Hegemon; en el mundo contemporáneo, tener medios de comunicación significa tener poder. Porque a Hegemon no le basta apropiarse del lenguaje, necesita también apropiarse del deseo, del proyecto de los individuos.
En tanto los ensueños colectivos no son precisamente “asociaciones libres” (Freud), sino sueños controlados, el apaciguamiento característico del final feliz aceptable, se construye a partir de la violencia “benévola” (¿benevolencia?) de quienes defienden la ley y el orden del mundo analítico. Los ensueños colectivos nos permiten sacar a pasear nuestro propio loco interno, con la seguridad de que al final será puesto de nuevo a buen recaudo por el héroe policíaco de la serie.
¿En qué se finca este control; de donde deriva su formidable eficacia para contrarrestar en la práctica el poder revolucionario potencia (de los ensueños colectivos)? Básicamente la deriva del hecho de insertar sus orientaciones específicas de apoyo al poder organizado en una síntesis de deseos de carácter universal y expectativas comunes de un consumo creciente.
Los ensueños controlados por Hegemon no hablan de cambio, sino de perpetuidad.
Hegemon, queda escrito, se apropia también del referente. No en tanto inventar una realidad distinta a la existente (ello se da, en realidad, pocas veces y, casi siempre, es fácil detectarlo), sino en hacer que el individuo vea ésta de una forma determinada.
Para inducir a alguien a error y así modificar su conducta, tampoco hace falta suministrarle una representación enteramente falsa de la situación; basta con engañarle acerca de un número limitado de puntos. Para suscitar determinado comportamiento hay que dar ciertas informaciones, y para suscitar un comportamiento diferente hay que dar otras.
Queda escrito, no es que los grandes medios de comunicación se encuentren al servicio de Hegemon, es que ellos son parte de Hegemon. Ya no es necesario que el poder inserte censores en los canales de transmisión de la información, ellos, en tanto parte y beneficiarios del orden imperante, reproducirán el discurso de Hegemon, ya que es su propio discurso.
En ellos las noticias se presentan como hechos aislados y no como partes del fenómeno multidimensional que es la realidad; se presentan desagregadas, buscando evitar que se obtengan conclusiones críticas a partir de su integración en unidades coherentes, en fenómenos o procesos significativos y sintéticos.
A ello agréguese que la noticia es presentada no siempre en el contexto que le corresponde, sino que, de hecho, se le crea el contexto. Una imagen no dice lo que representa, sino lo que a ella acompaña (la música, si es en blanco y negro o a color, la noticia que le precede o sucede, etcétera), el discurso en el que se presenta.
No sólo qué y cómo presenta las noticias, sino (y sobre todo) a través de qué medio. No se malinterprete, no la visión simplista (ingenua, estúpida) de creer que el medio es el mensaje, sino la aceptación de que cada medio, en tanto poseedor de características específicas y propias, presenta de manera distinta los mensajes. El medio no es el mensaje, pero el canal sí modifica el mensaje.
O, al menos, la forma en que éste se recibe: De entre los medios de difusión, la radio y sobre todo la televisión, desempeñan un papel específico y poseen una fuerza de persuasión mucho mayor que la del texto impreso. La televisión, en efecto, ofrece un espectáculo global, puesto que moviliza la vista, el oído, y hasta el tacto; y un espectáculo fugitivo, porque cada secuencia desaparece sin que se le pueda hacer volver. Si se agrega que la imagen parece tener validez de prueba –“la imagen no miente”, se dice con frecuencia-, se comprende que es infinitamente más difícil reflexionar sobre un mensaje televisivo que sobre un mensaje impreso.
En este sentido, los medios de difusión modernos, y en primer término la radio y la televisión, son un instrumento al servicio del poder, político y comercial. Y lo son no sólo porque transmiten sus mensajes a millones de individuos, sino porque dejan a estos individuos pasivos, desarmados, sin voz, sin pensamiento.
Así, si Hegemon domina el lenguaje, el referente, los proyectos y el contexto; suya es la única voz autorizada para reconocer qué es la realidad y cuál es la verdad: El argumento de autoridad está explícitamente admitido por las religiones, que se refieren a una Palabra o a un libro considerados como sagrados. Las ideologías, aun las más laicas, utilizan el mismo procedimiento, pero racionalizándolo.
Se trata de una racionalización en el sentido freudiano, que consiste en enmascarar la creencia ciega e infantil en la autoridad del jefe.
Hegemon es, entonces, el alfa y el omega. Suya es la única voz y suya es la verdad, la única verdad posible. La alternativa, nos dice Hegemon, es el caos; la perdición (parafraseando al clásico: quien de aquí salga, abandone toda esperanza).
Para justificarse a sí mismo y, sobre todo, ante quienes pretende gobernar, Hegemon necesita de su némesis, un otro identificable pero difuso. Para justificarse a sí mismo y, sobre todo, ante quienes pretende gobernar, Hegemon necesita a Masiosare.
¡Nunca deja de hablar contra alguien! El discurso que la ideología monopoliza, que trasmite a través de los medios de información, de educación escolar y para scolar, utilizando las elecciones y las asambleas políticas, por medio del arte y la literatura, o por el lavado de cerebro, este discurso se dirige siempre a otro discurso: un discurso virtual, pero sin el cual no se comprendería ese incesante ponerse en guardia del discurso oficial.
No es de subestimarse la importancia de los actores individuales en las estrategias del Poder, ni en las consecuencias que éstas traen de sí para quienes no son Poder. Porque diferente sería el camino (si bien la meta la misma) de recibir la máscara del Poder otro nombres y no los actuales.
Si bien, como queda dicho, es el régimen mundial sólo el representante central de quienes el verdadero poder (el económico) detentan; no es por ello menos protagónico su papel. Es a través de las políticas militaristas que el imperio afianza su hegemonía en el orbe; es a través de la reducción de las libertades y conquistas civiles que el imperio asegura su permanencia.
Dos frentes dependen de la figura que a Hegemon representa, a saber; la supremacía internacional y la quietud interna en la cede del imperio. No pueden lograrse los objetivos del Poder sin un brazo armado que garantice sus prácticas, como no puede garantizarse su estabilidad sin un discurso que asegure la tranquilidad.
Es decir; al exterior de Hegemon, éste se presenta a sí mismo con el rostro de la dominación armamentística; no hay ejército más poderoso ni mejor preparado que él y por ello, sus aliados locales pueden sentirse seguros.
Aún en la lógica de localización de conflictos y la legación de responsabilidades sobre fuerzas locales (o bien su derivado, la mercenarización de los ejércitos), es la supremacía tecnológica, de inteligencia y organizativa la que da sustento a los dictadorzuelos regionales.
Para asegurar esta supremacía militar Hegemon necesita, por supuesto, la tranquilidad en su escenario local, a fin de poder canalizar los recursos económicos necesarios, aún a costa de la seguridad social de sus propios ciudadanos. Para ello ha encontrado dos perfectas excusas, la seguridad y el nacionalismo.
Mientras desmantela la seguridad social, el sistema educativo y los derechos laborales, Hegemon distrae a sus ciudadanos (el posesivo jamás a sido mejor empleado) con la amenaza de la inseguridad mundial, presentando al extranjero, al otro, como terrorista, como enemigo de la libertad.
Con este pretexto, el del enemigo que se mueve en las sombras, aún dentro de las propias fronteras, es que se justifica la disminución de las libertades políticas aún para los propios ciudadanos e, incluso, para los integrantes individuales de Hegemon. Toda disidencia, aún la interna, es acallada con el pretexto de apología del terrorismo.
Es también el otro, el extranjero el que da sustento al nacionalismo. La política laboral que ataca la colectividad y transforma al trabajador en individuo y no en parte de una clase, se funda en el argumento de las plazas laborales ocupadas por inmigrantes ilegales (con todo y el abaratamiento de la mano de obra que ellos implican). El otro, el extranjero, por su mera presencia pone en peligro la seguridad laboral e, incluso, la naturaleza de su cultura; así habla Huntington.
Estos son los argumentos de Hegemon y, casi literalmente, son repetidos a su debida escala por los representantes regionales de éste en todas las partes del orbe. Reciba la amenaza el nombre de narcotráfico, Terrorismo internacional o intereses extraños (que lo mismo mueven a Gobiernos legítimamente establecidos, que a guerrillas tradicionales o a movimientos populares de nuevo tipo).
Los dictadorzuelos regionales, por supuesto, utilizan estos argumentos también para justificar su dependencia de la ayuda y asesoría militar y de inteligencia de la metrópoli.
Quienes estos argumentos ponen en duda son inmediatamente, tachados de enemigos; por apología del terrorismo o por estar coludidos con el narcotráfico; por ser, de sí, un peligro para su país.
De Hegemon es el monopolio de la palabra y, sobre todo, el de la violencia. Ello es importante, porque aun considerándose a si mismo eterno, Hegemon reconoce un peligro: Siempre puede denunciarse que lo que está rodeado de honor y aparato es “farsa”, siempre hay algún niño o alguien fuera del juego que es del caso que puede decir que el rey va desnudo. Cuanto más “verdadero” se proclame un hecho de poder, una palabra de poder, más se arriesga a ser denunciada por mentira.
El otro no tiene derecho a la palabra, no tiene derecho a la violencia. Porque Hegemon reconoce la violencia en la palabra y sabe que la palabra no sólo es poder; también es contrapoder. Por eso, busca Hegemon a quienes repitan sus palabras, no ya como mentiras, sino creyéndolas verdad.
Continuará
Etiquetas: tratado sobre la necedad
4 Comments:
¿Y habrá quien pueda escapar del Hegemon?
Besos
De eso, de las maneras en que Hegemon nos gobierna y de las maneras en que de él escapamos se tratan, justamente, los post de las dos próximas semanas (que, lo intentaré, no serán tan largos)
Hola Necio:
LLevo mucho tiempo missing. solo pasaba por aqui a darte un beso enorme y a decirte que los elefantes, (aunque ahora haya una Elefanta llorosa y moquilienta) seguimos unidos.
Que un beso enorme y no me olvido de tí.
María.
Hola de nuevo, Necio:
He decidido huir al norte, siempre al norte, no tengo un puto duro pero me estoy montando un viaje por Irlanda, aún no sé si sola o acompañada. Por que esos campos verdes y no entender el ingles del Norte de Irlanda me hace sentir como si no existiera y a la vez fuera superespecial.
Haré más comentarios desde casa de mis padres.
Cuidate, no te olvido.
María.
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