sábado, julio 29, 2006

Viajes con Heródoto

Ryszard Kapuscinski

Viajes con Heródoto

Un nuevo libro de Ryszard Kapuscinski significa para el mundo, como diría Johann Wolfgang von Goethe, un ligero aumento de luz. En una entrevista que concedió a La Jornada hace poco tiempo, Kapuscinski manifestó: ''Una mala persona nunca puede ser un buen periodista". Una manera de comprobar el aserto es degustando el nuevo libro de este maestro vital, Viajes con Heródoto, que quiebra el seso de quienes gustan de los compartimentos estancos y buscan definirlo sin encontrar la respuesta que, lo dijo otro poeta, está en el viento y en este libro que empezará a circular la próxima semana en México y del cual ofrecemos las páginas iniciales a manera de adelanto.

Antes de que prosiga su viaje -escalando senderos escarpados, surcando el mar a bordo de un barco, cabalgando por las estepas de Asia-, antes de que llegue a la morada de los desconfiados escitas, descubra las maravillas de Babilonia y sondee los misterios del Nilo, antes de que conozca cien nuevos lugares y vea mil cosas incomprensibles, Heródoto aparecerá fugazmente en una clase magistral que la catedrática Biezunska-Malowist pronuncia dos veces por semana ante los estudiantes del primer curso de Historia en la Universidad de Varsovia.

Se asomará por unos instantes para enseguida desaparecer.

Desaparecerá en un segundo y tan definitivamente, que ahora, cuando pasados muchos años reviso mis apuntes de aquellas clases, ni siquiera encuentro en ellos su nombre. Están ahí Esquilo y Pericles, Safo y Sócrates, Heráclito y Platón, pero no Heródoto. Y eso que aquellos apuntes los hacíamos con mucho cuidado, pues eran nuestra única fuente de conocimientos: sólo habían transcurrido cinco años desde el final de la guerra, la ciudad estaba reducida a escombros y las bibliotecas habían sido pasto de las llamas; de modo que no teníamos manuales, el libro era un bien escaso.

La señora catedrática tiene una voz suave y monótona; habla bajo, en sordina. Sus ojos, oscuros y escrutadores, nos observan a través de los gruesos cristales de sus gafas con un interés no disimulado. Sentada en su cátedra elevada, tiene delante a cien jóvenes, de los cuales la mayoría no tiene ni la más remota idea de que Solón era grande, no sabe el porqué de la desesperación de Antígona y no sabría explicar cómo Temístocles tendió la trampa a los persas en Salamina.

A decir verdad, ni siquiera sabíamos a ciencia cierta dónde estaba Grecia ni que ese país hubiera tenido un pasado tan in-creíblemente rico, tan excepcional que mereciera la pena estudiarlo en la universidad. Eramos hijos de la guerra, durante la cual los institutos de enseñanza media habían permanecido cerrados; si bien en las grandes ciudades habían funcionado ocasionalmente escuelas clandestinas, allí, en aquella aula, se sentaban chicos y chicas de pueblos remotos y de ciudades pequeñas, nada leídos, con poca instrucción. Era el año 1951, se accedía a la universidad sin exámenes de entrada pues lo que contaba era la extracción social de los estudiantes: los hijos de obreros y campesinos tenían más posibilidad de hacerse con una plaza.

(...)

La señora catedrática también nos enseñaba fotografías de esculturas antiguas y, pintadas sobre vasijas de bronce, figuras de antiguos griegos: bellos cuerpos, esculturales; rostros nobles, alargados, de suaves rasgos. Pertenecían a un mundo desconocido, mítico. Un mundo hecho de sol y de plata, cálido y luminoso, habitado por héroes esbeltos y ninfas bailando. No sabíamos qué actitud debíamos adoptar ante él.

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No hacía falta esperar el momento en que aparecerían personas que anunciasen el choque de civilizaciones. Ese choque se había producido mucho tiempo atrás, dos veces por semana, en aquella aula en la que supe de la existencia de un griego llamado Heródoto.

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Terminé la carrera y me puse a trabajar en un periódico que se llamaba Sztandar Mtodych (Estandarte de la Juventud). Era un reportero principiante; mi cometido consistía en viajar por el país siguiendo rutas marcadas por las cartas que llegaban a la redacción. Sus autores se quejaban de la injusticia y la pobreza, de que el Estado les había quitado su última vaca o de que en su aldea aún no había luz eléctrica. Como la censura había aflojado, la gente podía escribir cosas como, por ejemplo, ésta: En el pueblo de Chodów, cierto que hay una tienda, pero siempre está vacía, no hay manera de comprar nada. El progreso consistía en que, mientras Stalin estaba vivo, no se podía escribir que una tienda estaba vacía: todas tenían que estar perfectamente abastecidas, llenas de productos. Así que recorría yo el país con más pena que gloria, de aldea en aldea, de villorrio en villorrio, en un carro de adrales o en un autobús desvencijado, pues los turismos eran una rareza. Ni siquiera era fácil hacerse con una bicicleta.

La ruta me llevaba, a veces, a aldeas cercanas a alguna frontera. Pero no muy a menudo, pues a medida que uno se aproximaba a la frontera, la tierra se volvía cada vez más desierta y menguaban las posibilidades de toparse con alguien. Aquel vacío acentuaba el misterio de aquellos lugares. También me llamó la atención el silencio que reinaba en las zonas fronterizas. Aquel misterio unido al silencio me atraía y me intrigaba. Me sentía tentado a asomarme al otro lado, a ver qué había allí. Me preguntaba qué sensación se experimentaba al cruzar la frontera. ¿Qué sentía uno? ¿En qué pensaba? Debía de tratarse de un momento de gran emoción, de turbación, de tensión. ¿Cómo era ese otro lado? Seguro que diferente. Pero ¿qué significaba ''diferente"? ¿Qué aspecto tenía? ¿A qué se parecía? ¿Y si no se parecía a nada de lo que yo conocía y, por lo tanto, era algo incomprensible e inimaginable? Pero, en el fondo, mi más ardiente deseo, mi anhelo tentador y torturador que no me dejaba tranquilo, era de lo más modesto, pues lo único que me intrigaba era ese instante concreto, ese paso, ese acto básico que encierra la expresión cruzar la frontera. Cruzarla y volver enseguida, con eso -pensaba- me bastaría, saciaría esa inexplicable y, sin embargo, muy acuciante sed psicológica.

Pero ¿cómo hacerlo? Ninguno de mis compañeros de instituto y de universidad había estado jamás en el extranjero. Si alguien tenía amigos o familiares en el extranjero prefería silenciarlo. Me ponía furioso conmigo mismo a causa de aquella tentación tan estrafalaria, la cual, sin embargo, se había empeñado en no abandonarme ni por un instante.

Un buen día me topé en el pasillo de la redacción con la redactora jefe. Era una mujer bien plantada, con una cabellera rubia peinada a un lado. Se llamaba Irena Tarlowska. Me habló de mis últimos textos y en un determinado momento me preguntó por mis planes más inmediatos. Enumeré las aldeas a las que me disponía a viajar y los asuntos que en ellas me esperaban, tras lo cual me armé de valor y dije:

-Me gustaría mucho ir al extranjero algún día.

-¿Al extranjero? -repitió incrédula y un poco asustada, porque no eran tiempos en que se viajase al extranjero así como así-. ¿Adónde? ¿para qué? -preguntó.

-He pensado en Checoslovaquia -respondí. Porque yo no ambicionaba lugares como París o Londres, no, ni mucho menos; ni me los había intentado imaginar, ni tan siquiera me interesaban, sólo anhelaba una cosa: cruzar la frontera, no importaba cuál ni dónde, porque no me importaba el fin, la meta, el destino, sino el mero acto, casi místico y trascendental, de cruzar la frontera.

Había pasado un año desde aquella conversación. En nuestro cuarto de reporteros sonó el teléfono. La redactora jefe quería verme en su despacho.

-¿Sabes? -dijo cuando comparecí ante su mesa-, te enviamos fuera. Irás a la India.

Mi primera reacción fue de estupefacción. Y justo después, de pánico: no sabía nada de la India. Febrilmente empecé a buscar en la cabeza imágenes, asociaciones, nombres... Sin éxito: no sabía nada de nada. (La idea de enviar a alguien a la India surgió porque varios meses antes había visitado Polonia el primer presidente de gobierno procedente de un país no satélite de la Unión Soviética y que no era otro que el máximo mandatario de la India, Jawajarlal Nehru. Se entablaban los primeros contactos entre ambos Estados, y mis reportajes habían de servir para acercar a los polacos aquel lejano país).

Al final de aquella conversación por la que supe que partiría hacia el mundo, Tarlowska se acercó al armario, sacó de él un libro y, mientras me lo entregaba, dijo: ''Un regalo de mi parte, para el viaje". Era un grueso volumen de tapa dura, forrado con tela de lino amarilla. En la portada leí, grabados en letras doradas, el nombre del autor y el título: Heródoto. Historia.

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